El niño interior

Por: Walter Ghedin

Los adultos hacemos a diario infinidad de cosas sin pensar en ellas, reproducimos como autómatas las mismas acciones, con más o menos cambios, hasta que un nuevo evento sacude el orden de las cosas. Y allí, en una decisión aventurada, en el asombro, en un impulso, en la alegría repentina, en un capricho o una rabieta fugaz, aparece ese niño que fuimos. 

En algunos, el niño está cerca de la superficie, en otros se esconde en la profundidad del alma. Pero desde algún lugar nos dice: aquí estoy. Sin embargo, la tan mentada frase: “maduro y responsable” está al acecho, vigilante, seleccionado los pensamientos y las emociones para volverlos al lugar de la corrección social.

La madurez saludable

Los seres humanos, como todo ser vivo, se desarrollan y maduran en un entorno que le provee nutrientes. La influencia del medio es fundamental en la construcción de la personalidad, sobre todo en lo que respecta a morigerar y moldear los impulsos primigenios y convertirlos en conductas más o menos adaptadas a las normativas externas.  

Un niño no puede ser responsable de su propia vida ni de la ajena, necesita de figuras parentales que le brinden alimento, afecto, seguridad y un marco educativo mayor que aporte valores sociales y culturales. Con el paso del tiempo, y si se dan las condiciones adecuadas (en el orden biológico y anímico),  el niño gana en autonomía resolviendo la dependencia primaria con los padres. Ser uno, singular e independiente representa el paso más importante para definir la madurez saludable, hasta lograr  un estado de evolución personal en el cual la libertad, la responsabilidad por lo que somos y queremos llegar a ser,  sean las motivaciones esenciales. 

La madurez saludable entonces no es responder a las rígidas premisas del control social. Es la exaltación del libre albedrío: decidir lo mejor para nuestro desarrollo humano y la sociedad toda. Construir la propia experiencia, respetar la ajena, ser empáticos,  creativos, espontáneos; permitirnos expresar las emociones, aún aquellas que no son tan “bien vistas” por los demás, como el pesimismo o la rabia; sabernos frágiles y valientes, perezosos e intrépidos, egoístas y altruistas, son diferentes maneras de recuperar el niño que fuimos e integrarlo a la adultez. La madurez saludable entonces debe ser entendida dentro de un contexto mayor que incluya la responsabilidad individual y colectiva para un bien común.  

¿Madurez patológica o inmadurez?

En la madurez patológica la disociación entre el niño que pugna por salir y las normas adultas de control son causa de conflicto subjetivo. Una y otra pelean por tener el primer lugar en la vida de la persona. En esta instancia poco feliz el Yo tendrá que mediar entre un niño interior rebelde y un adulto interior autoritario. No es posible integrarlos en armonía: la rivalidad supera cualquier intento de tolerancia. Si gana el primero, “el niño interior” se volverá susceptible a todo, y a pesar de aparentar independencia, estará buscando constantemente el límite o la aprobación externa. Si gana el adulto sucumbe “el niño interior”, volviendo a la persona llena de miedos, obsesiones; valiéndose para su subsistencia de esquemas rigurosos que le provean alguna seguridad. 

La pérdida del “niño interior” es un gran vacío. Y el vacío, siembra más vacío, falsos conceptos sobre la vida en general, banalidad y fugaces premisas de crecimiento. Pensemos en este cuadro de situación y cómo serán las personas que nos sucedan. Si los tiempos no cambian, si no hay conciencia del grave declive que sufren las fuerzas humanas más nobles, las instituciones creadas para “control” tomarán el mando. Si el hombre actual transformó su “niño interior” en un déspota, un tirano que sólo piensa en sí mismo y desprecia la vida ajena; si por cada acto solidario hay miles de actos egoístas;  si la fortaleza interna se convierte en acción violenta, entonces la inocencia infantil que debería permanecer en el adulto se perderá para siempre.

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