Estrés familiar

Por: Walter Ghedin

La vida moderna aleja a los adultos de los hijos. La cotidianeidad se resume en una sucesión de exigencias con escaso tiempo para estar con ellos, escucharlos con atención y saber de sus necesidades. La familia actual tiene el “deber hacer” como una de las premisas ineludibles entre las cuales se incluye el “debo cumplir con mis hijos”, o el “debo brindarles lo mejor”, pero estos objetivos, convertidos en exigencias, nos alejan del contacto y de una comunicación más profunda.  Este “deber hacer” se convierte en una carrera de obstáculos que impide relajarse y evaluar prioridades. Si en el contexto de la familia se educa y en la escuela se aprende, hoy en día esta división de tareas concernientes a la formación de valores, por un lado, y conocimiento, por otro, pareciera imposible. La familia cede a los maestros esta responsabilidad que les cabe como adultos. 

Pocas veces se habla de estrés familiar, sin embargo, es una condición que merece atenderse. Si el estrés es un estado de alerta frente a probables amenazas, también se extiende al núcleo familiar.  Siempre existen situaciones que generan miedo: enfermedades de los pequeños,  vaivenes económicos,  dificultades de pareja, las primeras salidas de los jóvenes, “las juntas”, las drogas, la preparación para entrar al mercado laboral. Cada etapa de crecimiento está signada por preocupaciones que hay que sortear.

El estrés familiar se define, entonces, como un estado de tensión que sienten los adultos por la seguridad de sus hijos (ya sea material o emocional). Una estado de tensión interna que se pone en evidencia en consejos y cuidados, pero que no se dan lugar a explicar los criterios o los argumentos que los sostienen. Se dice “acordate del profiláctico” u “ojo con lo que consumís”,  pero no se habla de sexualidad ni de la importancia del cuidado personal y del otro. La comunicación en la mesa familiar deja mucho que desear, cada uno está centrado en sus problemas y la tecnología con sus dispositivos obtura cualquier posibilidad de centrarse en un tema y desarrollarlo.

Los adultos exigen, pero hacen lo mismo: están ocupados en sus teléfonos y creen que, a través de mensajes virtuales, estarán presentes. Sin embargo, no existe indiferencia, saben que algo tienen que modificar, pero no saben cómo, y es la rutina la única soberana de los días. Si quiero hablar, “no me da bola” o “prefiero que de estos temas se ocupe el padre”, y así se pasan las responsabilidades de uno a otro o, ante la más mínima imposibilidad ,“se tira la toalla”. No se intenta de nuevo, no se cambian las maneras de acercamiento; como adulto, no se habla de las propias vivencias cuando se era joven. El discurso adulto parece sacado de un manual de supervivencia más que de vivencias personales, de experiencias de vida. Los jóvenes no quieren escuchar reprimendas ni consejos desde este lugar de saber indiscutible, quieren una interacción que contemple sus deseos, sus miedos, sus dudas, sus contradicciones.     

El estrés familiar es el resultado de estas dificultades, que surgen por factores externos, del entorno, más la incomunicación interna. Estar pendientes de las amenazas que pudieran vulnerarlos impide focalizarse en otros aspectos de la relación: la interacción afectiva, la comunicación franca y la transmisión de valores esenciales para la construcción de la personalidad. Estos conceptos pueden resultar muy teóricos y difíciles de modificar dadas las condiciones de vida actuales. Estamos de acuerdo, pero empezar a pensar en estos temas quizá ayude a bajar las exigencias y a encontrar maneras más efectivas (y afectivas) de criar a nuestros hijos. 

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