Ideas claras

Por: Carlos Leyba

Resulta difícil de aceptar. Pero tenemos que empezar a preguntarnos y a tratar de responder desde el principio esta cuestión: ¿qué cosa es la política, o mejor, qué cosa es hacer política?

Es legítimo formularnos la pregunta a partir de la distancia entre lo que aspiramos que la política nos provea (hay un implícito de una función proveedora de la política) y la realidad que vivimos, que está construida (puede sonar fuerte) con los escombros de los fracasos de las promesas incumplidas y con la acumulación de realizaciones positivas a lo largo de los años.

El balance de proximidad generalmente contabiliza más escombros que realizaciones y estas se colocan, generalmente, en el pasado.

Las diferencias sobre la manera en que juzgamos nuestra historia y nuestra política presente, radican – entre otras razones – en el momento histórico en que ponemos el fin de las realizaciones y el comienzo de los escombros.

Hablemos del tiempo en que vivimos. No fue cierto que “con la democracia se come, se cura, se educa” y menos que habíamos ingresado al “primer mundo”, o que “los corruptos serían encarcelados” o que construimos un “modelo de acumulación productiva con inclusión social”. Nada de eso ocurrió. Y todas esas promesas son deudas.

Lograda la democracia, que es un gran valor sin el cual ningún comentario o crítica tendrían asidero, la misma no nos ha ofrecido – más allá de la libertad – nada que se parezca a la fraternidad.

La grieta social, política, es enorme y se acrecienta y eso es todo lo contrario a la fraternidad, que es una condición necesaria de la productividad de la democracia. Necesaria como también lo son la marcha sistemática hacia la igualdad o la justicia social, y ambas en estos años han funcionado en reversa y a alta velocidad. Los números de pobreza son elocuentes.

Es cierto, la libertad la hemos logrado desde que comenzó la vigencia de la Constitución. Esto es innegable desde la perspectiva de los derechos políticos ejercidos. Pero, sin dudarlo, la grieta y la pobreza son dos sombras que obscurecen el resplandor que la libertad por su mera existencia produce.

La democracia es esas tres cosas a la vez o, al menos, un camino hacia esas tres cosas a la vez. No estamos en esa ruta.

La grieta social y política y la inequidad (pobreza, concentración, distribución regresiva) evidencian una democracia trunca, si bien con un sistema maduro de preservación de la libertad y de la soberanía popular ejercida el día de las elecciones y el resto del año con predominio de la acción directa.

No es poco para una sociedad que desde 1930 nunca tuvo un período tan prolongado de libertad y soberanía popular.

Pero es demasiado tiempo para no haber logrado avanzar y retroceder en términos de fraternidad e igualdad desde el punto de partida en diciembre de 1983.

Mauricio Macri cuando asumió dijo: “Nuestras prioridades son pobreza cero, derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos”. Un excelente planteo.

Sin embargo, en un reciente reportaje del domingo pasado en Perfil, Alfonso Prat Gay le dijo a Jorge Fontevechia: “Para mí era medular en el armado de todo el programa heterodoxo, que era el Acuerdo Social. Si hubiéramos tenido la vocación de acordar con los sindicatos y los empresarios a inicios de 2016, hubiéramos tenido menos recesión y menos inflación. Eso nos faltó. Con la polarización como táctica electoral, tampoco fue posible hacerlo este año. Espero que sí se haga en 2018, después de las elecciones”. 

Más allá de la crítica demoledora al método de dividir para reinar, que es el estilo de gestión de Marcos Peña, Prat Gay fue contundente al sostener que al elegir la polarización como estrategia para ganar elecciones, el Gobierno eligió el peor camino para transitar el “gradualismo”. Y, por cierto, abandonó la idea de “unir a los argentinos” como propósito central. Y no haber generado un escenario social mas propicio para combatir la inflación y procurar el crecimiento provocó más o el estancamiento de la pobreza y no menos.

Dijo Prat: “Si hubiéramos tenido la vocación de acordar con los sindicatos y los empresarios a inicios de 2016, hubiéramos tenido menos recesión y menos inflación”. Lo que afirma el exministro es que el PRO, en lugar de elegir el camino de mayores resultados positivos para el país (menos inflación y menos recesión), optó por agrandar la grieta (polarizar: elegir a Cristina FK como enemiga), no apostar a la “fraternidad” para ganar votos, aunque ese método electoral produjera inexorablemente más inflación y menos producto. Buen rendimiento electoral gracias a una decisión que nos aleja del bien común. Repitió la filosofía de CFK. Mauricio Macri, en el Gobierno, eligió el método para permanecer en el poder (votos) en lugar de la mejor manera (consenso) para poder hacer las cosas que el país necesita. El optimismo del exministro en un posible acuerdo se sintetiza en la afirmación “Espero que sí se haga en 2018, después de las elecciones”. Hay algo que está claro y que no admite discusión, cuando una economía está en estancamiento o en recesión, y al mismo tiempo vive una muy elevada tasa de inflación y un déficit fiscal importante, no hay tratamiento de política económica clásica diseñada desde el ministerio del ramo que pueda resolver la recesión (o el estancamiento) de la actividad real y reducir la inflación al mismo tiempo. O lo que es lo mismo, en ese escenario, es imposible instalar la estabilidad de precios y el crecimiento de la economía.

En el escenario de estanflación, que es el que vivimos al comienzo del programa PRO, la única vía para un programa de estabilización y crecimiento es el Acuerdo Social.

¿Qué vemos de la política del oficialismo después de esta autocrítica de un ministro que ya no está? ¿Cómo vemos la política siguiendo las noticias, mirando la campaña...? Día tras día presenciamos la disputa entre los que se dicen políticos, cuyo único objetivo es vencer al adversario, para hacerse de los atributos del poder, basados en lo que podemos llamar la “oposición de antecedentes”. Antecedentes incluye todo.

La lucha política ante nuestros ojos se materializa en la lucha por los cargos. Aunque “el poder” sea otra cosa. Hay cargos sin poder y poder sin cargos.

La política, ¿es lo que vemos que hacen la mayor parte del tiempo en que están expuestos al público los que a sí mismos se llaman “políticos” o a quienes los periodistas interrogan como a tales?

¿Qué hacen esas personas de grado diverso de fama, de distinta popularidad medida en encuestas y de trayectorias de distinta duración y jerarquía?

A la vista del público hacen discursos en lugares cerrados o abiertos, participan en programas de radio en los que se los interroga y en programas de televisión en los que responden a las preguntas de periodistas. Los más calificados responden a reportajes en medios escritos.

Los menos famosos, menos populares y con menos trayectoria, gracias a programas en los que participan de a varios, junto con periodistas, interactúan entre ellos debatiendo —en general— sobre cuestiones del momento, impuestas por la realidad, tratadas con generosa superficialidad y entreveradas con las opiniones de los llamados “panelistas”, que gozan de lo que Marcelo Bonelli llamó “un océano de conocimientos de un milímetro de profundidad”. En ese nivel está el “debate político”

Rara vez esos políticos escriben un artículo, un ensayo, un texto en el que desarrollen ideas más o menos profundas acerca de una cuestión trascendente del futuro del país, más allá de generalidades que no aportan claridad ni caminos. Ni iluminan ni sugieren. Obscurecen y empantanan. Empantanan porque para salir disparan barro. Salpican.

Es muy difícil —con el material oral o escrito disponible— encontrar en esas “presencias orales, visuales o escritas” (me refiero a “los políticos” en general y, como siempre, habrá excepciones) material que sugiera ideas para la construcción de un proyecto de vida en común: una estrategia de inclusión y de proyección hacia el futuro para quienes habitan el territorio común.

Unas pocas preguntas principales acerca de las cuestiones más acuciantes del presente, y ni que hablar del futuro, ayudarán a poner en claro la ausencia de ideas que vayan mas allá de las generalidades de buena voluntad. Podríamos, cualquiera de nosotros, hacer una lista de los problemas de fondo, de base, cuya solución, primero, es necesaria, segundo, es posible y, tercero, no modificarla nos condena a un estancamiento secular.

Lo lógico, lo civilizado, es disponer los recursos necesarios para aplicar la inteligencia disponible en el país para generar una “prospectiva” a, por ejemplo, veinte años del país deseable. Probablemente, habrá más de “un país” deseable en cualquier trabajo de prospectiva. E inmediatamente, con base en el inventario del presente y de los recursos posibles, diseñar las trayectorias que nos aproximan, desde nuestra realidad, a esos países deseables. Esa es la tarea de un ámbito de pensamiento estratégico multidisciplinar y con vocación sistémica. El producto final de esa tarea pública es el principal bien público del que dispone una sociedad en desarrollo.

No es casual que la última dictadura haya abolido toda posibilidad de un pensamiento estratégico de largo plazo construido como servicio público y avalado con base en el consenso político, económico y social de la época.

La dictadura introdujo en el país la idea que “el mercado” disponía de todos los elementos para que, a través de él, los ciudadanos eligiesen el país deseado generando las señales de mercado para que el mercado diseñe la trayectoria más corta desde el presente hacia ese país deseado. Se impuso por la fuerza —y llegó al genocidio— una ideología de una increíble ignorancia, ya que los presuntos beneficiarios fueron, finalmente, parte de los derrotados.

Pero la idea se impuso, en la práctica, de la democracia, desde 1983. Nunca más el país reconstruyó el INPE o el CONADE —organismos públicos básicos para la prospectiva— y nunca más abrió el camino para un consenso político, económico y social hacia el futuro. Nunca más se le asignaron al Estado la tarea y los recursos para una estrategia de desarrollo del país. Esa ausencia significó que la definición quedó en manos del mercado. Y la tarea del Estado se limitó a compensar algunos de los desequilibrios que el mercado generaba. Abandonó el diseño del desarrollo.

Revisemos algunas cuestiones centrales. Primero, ¿cuál es la propuesta de los distintos sectores políticos para resolver el problema de la educación formal para el 50 por ciento de los menores de 14 años que han nacido en hogares condenados por la pobreza y que son —en su mayoría— nietos de pobres? ¿Hay, acaso, un problema social de mayor envergadura que el que esa situación real implica?

¿Proponen la misma escuela primaria de unas horas de clase, con comedor y docentes formados —en el mejor de los casos— para informar o formar a los hijos de los sectores medios?

Eso es lo que hemos estado haciendo hasta ahora: en la Ciudad de Buenos Aires, con los “progres” de Aníbal Ibarra y con los “reaccionarios” del PRO.

En ambos casos, el mismo proyecto básico, a un hogar de la pobreza —con todas sus connotaciones— le ofrecemos una escuela de unas horas que, a duras penas, los puede contener por el tiempo en que están allí.

Imagínese, si esto es lo que provee la ciudad, que tiene más de 10 veces el ingreso por habitante que los que habitan la mayor parte del territorio argentino o —usted lo ve— que los que circulan en la explosión demográfica del conurbano, cómo será lo que proveemos para esa inmensidad de carencias concentradas en un pedacito del territorio o dispersadas en la inmensidad del territorio vacío. Imagine.

En materia de educación, la política argentina no considera como parte de la educación la vida familiar.

Los problemas de la pobreza los sufren la mitad de los educandos de las escuelas primarias, de los jardines y de los hogares maternales.

¿La dimensión moral y material de este problema la estamos valorando, en la práctica?

La inmensa barrera de exclusión presente y futura que implica la pobreza infantil no es una preocupación que haya generado propuestas sólidas.

Lo que afecta el presente y el futuro de la población infantil más desfavorecida, que —visto con ojos burocráticos materialistas— afecta el futuro de la formación de la mitad de la fuerza de trabajo de la sociedad y que, mirado desde el humanismo más elemental, conforma la desidia de una sociedad canalla no merece de parte, por ejemplo, de los estudiantes “progresistas” que toman los colegios, o de los sindicatos docentes que reivindican la democracia educativa o de los políticos y funcionarios que debaten sobre las nubes de Úbeda en materia educativa, ni una iniciativa, ni una búsqueda, ni una señal de conciencia del problema.

La política lo ignora. Es un problema inmenso. Difícil de resolver. Más cómodo negarlo, olvidarlo, posponerlo.

Pero en 15 años esa generación será más de la mitad de la población. Las señales amarillas son las pruebas PISA, o los jóvenes ni ni o el ausentismo laboral de los jóvenes. Pero las señales coloradas bermellón están por llegar sin que los que se dedican a la política sean capaces de avizorarlo.

¿Quién propone algo que no sea más recursos para hacer lo mismo? Y el problema es que, haciendo lo mismo, repetiremos estos resultados. No hay propuestas.

Segundo. La economía argentina tiene una densidad de equipamiento, stock de capital por habitante, escaso y viejo. La escasez es notable. No solo la ausencia de infraestructura (por ejemplo, un país extenso sin trenes) de transporte, de generación de energía, de infraestructura social, sino la escasez de capital reproductivo por persona ocupada y, además —computando la enormidad de desocupados y de quienes están ocupados en trabajos de bajísima productividad—, sin capital para ocupar a la fuerza de trabajo necesaria para el equilibro de la sociedad.

Poco capital y poca actualización pone a la sociedad lejos de la innovación y de la productividad.

El capitalismo (y ese es el sistema en el que estamos) es un sistema económico en el que la innovación es uno de los motores fundamentales. Y la innovación se incorpora a los equipos de capital. Sin capital, no hay innovación y sin innovación, el capitalismo atrasa. Pero no hay capital ni innovación sin financiamiento.

La Argentina no tiene sistema financiero. Todavía podríamos reemplazar el sistema bancario por algunas agencias de “pago fácil”. El crédito privado, en relación al PBI, no existe. Un 15 por ciento es una proporción ridícula comparada con Chile o con Brasil. Y la verdad es que ninguno de los dos países son paradigmas del desarrollo.

Es decir, el problema económico acuciante, que se compadece con el problema de la pobreza y la educación, es la falta de capital y la ausencia de financiamiento. Ausencia de financiamiento y no de excedente.

No se olvide que tenemos 400 mil millones de dólares fugados, blancos o negros, depositados o invertidos en el exterior que están financiando la inversión en otros países. Síntesis: ¿cómo hacemos para construir un sistema financiero capaz de financiar la innovación y un sistema capitalista moderno que incentive la inversión reproductiva?

A los políticos, oficialistas y opositores, no se les escucha una propuesta sólida en materia de inversión, de creación de sistema financiero. Ni hablar del blanqueo, que no aporta un centavo, salvo al fisco, ni de la “lucha contra la inflación” que, como métodos, han sido, ahora y antes, capaces per se de revertir las carencias apuntadas. No hay debate sobre el cómo de la inversión que sea proporcional a la magnitud de nuestro atraso de capitalización.

Marcamos dos problemas mayúsculos de cualquier economía que necesite promover su desarrollo: la ausencia de inversión en una economía que produce excedente y el deterioro de la capacidad instalada para la formación de la mitad de los niños. Y sobre ambos problemas no se escuchan propuestas en el debate político.

La primera condición para hacer política es tener ideas claras de lo que hay que hacer desde el Estado para construir una Nación. Es la definición de J. Ortega y Gasset y no conozco otra definición más precisa.

Siguiendo a Ortega, una Nación es un proyecto de vida en común. Dos tensiones: una, la vida en común, la otra, proyecto.

La Nación es un proyecto de inclusión. Vida en común significa condiciones en las que predomina el consenso sobre el conflicto. No excluye el conflicto. Lo resuelve y por eso, incluye.

La segunda condición es el proyecto, la existencia permanente de la tensión del futuro. No es solo la historia, el pasado, la genética. Todo eso es parte. Como lo es también el presente. Pero lo que define el proyecto es el futuro. Un futuro de inclusión y, dada la dinámica de la población, de expansión.

No hay demasiadas dudas que por ahí camina la idea de Nación, que es una construcción incluyente que se proyecta.

La política es proveer esas ideas. Anticiparse a las necesidades que habrá de requerir ese organismo vivo para proyectarse e incluir.

¿Cuáles son esas ideas presentes en el debate de hoy?

La política del timbreo, "¿cómo está señora, que necesita? Aquí estamos para asistir". Puede ser la tarea abnegada del Ejército de Salvación o de los boy scout. Pero eso no es “la política”. La política no es de a uno. Es un proyecto colectivo.

Puede que de a uno se junten votos. Puede. Pero lo que es inadmisible es que personas que tienen por delante la magnitud del problema de la pobreza o de la ausencia de capital para el desarrollo, en lugar de emplear su tiempo para estudiar y desarrollar proyectos, dediquen horas a tocar el timbre como si el azar pusiera detrás de una puerta las soluciones globales que no brindan.

De las intenciones no hablamos. Pero ha sido una lección inspiradora el reportaje a Prat Gay, que ha puesto la bala en el centro de la cuestión, el PRO es una estrategia electoral. Retendrá el poder. Pero —al igual que sus predecesores— no ha hecho los deberes para “poder” construir un proyecto de vida en común. Nadie que apueste a la grieta, del lado que esté, está en condiciones de hacerlo. Ni Mauricio ni Cristina. Una disputa ajena a los debates necesarios para construir una mayoría programática.

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