Peronismo bonaerense: radiografía de una crisis

Repliegue territorial, fragmentación política y segmentación de su base social, las claves de un justicialismo que, despojado de los resortes de poder, enfrenta su hora más difícil.




Hace casi seis años, Cristina Kirchner era reelecta como presidenta de la Nación con el mítico 54%. En aquella jornada, los votos llegaron de todo el país, pero el Frente Para la Victoria (FpV) se nutrió, sobre todo, de la provincia de Buenos Aires: ese distrito aportó más de 4.800.000 de votos, un 56,43% del total provincial. Aunque la comparación lineal de una competencia ejecutiva con una legislativa es inexacta, los resultados de las PASO del último domingo confirman un proceso inquietante para la cultura política argentina: el peronismo bonaerense asiste a una crisis inédita.
Cuando aún resta por escrutarse el 4,32% de las mesas, la lista de Unidad Ciudadana en la categoría Senadores reúne 2.875.715 adhesiones. Las proyecciones indican que, tras la apertura de la última urna, Cristina Kirchner terminará por encima de Esteban Bullrich por una estrecha diferencia. La historia de esos dos millones de votos menos entre una elección y otra es la historia de la fragmentación y el repliegue territorial del peronismo en la provincia que supo ser la base de su poder nacional. El hilo que conecta 2011 con 2017. 

El primer cisma ocurrió en el dramático cierre de listas de 2013, cuando Sergio Massa rompió con el FpV con la ambición de renovar al peronismo desde afuera. Los resultados del Frente Renovador superaron, entonces, cualquier expectativa: el nuevo experimento electoral ganó en 109 municipios, frente a apenas 20 que se mantuvieron en la órbita kirchnerista.
Massa aspiró a conducir aquello que, desde su postura, el kirchnerismo ya no podía representar: un peronismo moderado, con buenos modales. Dos serían sus banderas: el punitivismo penal y la reforma del Impuesto a las Ganancias. Contó con el apoyo inicial de casi veinte intendentes, entre ellos Darío Giustozzi (Almirante Brown), Joaquín de la Torre (San Miguel), Luis Andreotti (San Fernando), Luis Acuña (Hurlingham) y Gabriel Katopodis (San Martín). La zona núcleo era el Conurbano norte y noroeste, pero la propuesta irradió en toda la provincia. En la primera y la tercera sección electoral, la candidatura de Martín Insaurralde solo recibió el apoyo mayoritario de La Matanza, Lomas de Zamora, Florencio Varela y Berazategui.
Aunque partidas en dos, las listas panperonistas sumaron en las elecciones legislativas de 2013 el 76% de los votos. Mientras la dirigencia justicialista se fragmentaba, sus electores se reproducían. Massa leyó su éxito como un trampolín hacia la Casa Rosada en 2015, omitiendo una regla que implica paciencia (a la Presidencia de la Nación se llega desde las gobernaciones) y una maldición territorial (Buenos Aires no pone presidentes; a lo sumo, los saca).
En las elecciones presidenciales de aquel año ocurrió lo impensado: una fuerza no peronista conquistó la Nación y la Provincia, cohabitación que no se daba desde 1987. Montado sobre el esqueleto radical, Cambiemos se quedó en 2015 con 64 intendencias (luego esa cifra se incrementaría, garrochazos mediante). El peronismo bonaerense, dividido, ingresó en una fase de retracción. El FpV retuvo 57 alcaldías y el massismo, 10. Los “cambiemitas” alteraron el orden político de la Provincia y clavaron una cuña en el Conurbano. Con un porteñismo de exportación, pasaron a controlar, además de San Isidro (Gustavo Posse) y Vicente López (Jorge Macri), Morón (Ramiro Tagliaferro), Tres de Febrero (Diego Valenzuela), Quilmes (Martiniano Molina) y Lanús (Néstor Grindetti). Dos municipios de norte, dos del oeste y dos del sur.





En el último bienio, el peronismo —nacional y provincial— sufrió en carne propia una máxima de la Argentina post 2001: mientras el Gobierno nacional dispone de recursos de poder para unificarse (plata, cargos, políticas), la oposición tiene incentivos estructurales para fragmentarse. Con una jefatura política cuestionada, el espacio kirchnerista no pudo evitar la escisión del randazzismo, mientras el massismo apostó sin éxito a mantenerse competitivo en un clima de creciente polarización política.
Las tres listas panperonistas cosecharon, en conjunto, 4.685.056 de votos, similar a lo obtenido por Cristina Kirchner en 2011. Cambiemos operó sobre esta fractura y extendió la mancha amarilla por la provincia: impuso su lista de concejales en 91 municipios, frente a 36 de Unidad Ciudadana, 4 de 1País, 3 de Cumplir y una vecinalista. En la categoría senadores, el Conurbano quedó dividido en dos: 14 intendencias acompañaron, en su mayoría, a CFK, y 10 a Esteban Bullrich, y avanzaron así sobre los dominios massistas.




Un peronismo partido en tercios asimétricos encara su hora más difícil frente a un oficialismo provincial que se consolida con los resortes del Estado, el liderazgo de María Eugenia Vidal y la estructuración de un discurso que ofrece una cierta visión de futuro. Quizá, como sugirió Juan Carlos Torre, la fragmentación de la oferta electoral peronista sea la consecuencia inevitable de la erosión de la sociedad salarial. Ante un “mundo del trabajo” cada vez más heterogéneo, ¿puede el peronismo volver a representar al trabajador informal de la tercera sección electoral y al obrero industrial del corredor Norte? ¿Puede integrar en un mismo proyecto político a los beneficiarios de planes sociales y a los trabajadores de clase media-baja que tienen como prioridad viajar mejor, tener mayor seguridad y un espacio público menos conflictivo? El desafío de la política —y de los liderazgos— es conciliar aquello que hoy aparece irreconciliable.