Carlos Menem y la infame década del 90

El pasado domingo 14 de febrero falleció Carlos Saúl Menem. Presidente de la Nación entre julio de 1989 y diciembre de 1999, su gobierno estuvo marcado por la definitiva consolidación del neoliberalismo como paradigma hegemónico en el país.

El pasado domingo 14 de febrero falleció Carlos Saúl Menem. Presidente de la Nación entre julio de 1989 y diciembre de 1999, su gobierno estuvo marcado por la definitiva consolidación del neoliberalismo como paradigma hegemónico en el país, tal como mostramos hace algunas semanas aquí. En aquel artículo de principios de año, que tenía como puntapié el inicio del vigésimo aniversario de la crisis económica, social y política de 2001, mostramos cómo la extendida Convertibilidad fue una consecuencia del pánico social que generaron las hiperinflaciones previas. Con el fin de insistir en lo estructural -y no para evitar maleficios-, en aquel artículo no se mencionaron nombres propios. En esta nota proponemos complementar aquel análisis pero poniéndole nombre y apellido a aquella década infame: Carlos Saúl Menem.

Prometiendo el salariazo y venciendo en la interna al candidato institucional del Partido Justicialista, Antonio Cafiero, Carlos Menem ganó las elecciones anticipadas de mayo de 1989 en medio de una hiperinflación y un país sumido en el caos económico y político. Antes de asumir le solicitó al radicalismo saliente que aprobara leyes clave para el futuro, que darían lugar a las privatizaciones, pero la agudización de la crisis llevó a una entrega anticipada del poder en el mes de julio. Rápidamente los sueños de salariazo y revolución productiva quedaron atrás y en 1990 se rompió con una bandera de los derechos humanos al indultar, tras solo cinco años de prisión y siete desde el fin de la dictadura, a los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad más aberrantes de la historia del país. Se alineó con Estados Unidos llevando tropas a la Guerra del Golfo en Kuwait y estructuró una lectura muy extrema del nuevo contexto mundial que surgió a la salida de la caída del muro de Berlín y de la URSS y de la entrada en vigor del Consenso de Washington.

Sin embargo, en lo económico los dos primeros años fueron caóticos, al punto que en 1990 hubo otra hiperinflación, más moderada que la del año anterior. Tras varios recambios ministeriales asumió en Economía Domingo Cavallo, quien fuera su canciller al inicio del gobierno, y en abril de 1991 entró en vigencia la ley de Convertibilidad, que marcaría a fuego la economía de la década.

El esquema fue rápidamente exitoso y la inflación bajó rápidamente. ¿Cómo se logró? En primer lugar, un tipo de cambio sobrevaluado, sumado a la eliminación de aranceles, hizo que las importaciones fueran muy baratas en pesos. Así, cualquier aumento de precios se vería rápidamente inhibido por la competencia externa. En segundo lugar, se limitó el derecho a huelga, se desalentaron las negociaciones colectivas y se conformó una articulación con ciertos sindicatos para frenar todo tipo de inercia distributiva y, sobre todo, para suspender reclamos laborales que pudieran exceder la dimensión salarial, como por ejemplo los despidos o los cambios en las condiciones de trabajo. La Ley Nacional de Empleo de 1991, puntapié de la flexibilización laboral, contribuyó con este fenómeno. Es decir, se frenaron los principales motores de la inflación (salarios y tipo de cambio). Sin embargo, ambos movimientos llevaron a consecuencias muy graves.

Un tipo de cambio sobrevaluado (es decir, un dólar muy barato), sumado a la apertura importadora, promueve necesariamente un empeoramiento del balance de pagos. Si bien las exportaciones principales no son sensibles al tipo de cambio, sí lo son algunas alternativas y economías regionales, y por supuesto las industriales. Pero por el lado de las importaciones la cuenta corriente empeora y mucho. ¿Cómo se pudo sostener, entonces, este creciente déficit comercial? Por un lado, la apertura de la cuenta capital y la desregulación total del mercado financiero trajo nuevas inversiones especulativas. Por el otro, y sobre todo, con los dólares provenientes de las privatizaciones de las empresas públicas a consorcios extranjeros, las cuales muchas veces se pagaban con bonos del Estado argentino a valor nominal, cuando su precio de mercado estaba muy por debajo. También se empezó a efectivizar un proceso de extranjerización del capital privado.

Durante los primeros tres años de vigencia de la Convertibilidad la economía argentina creció y mucho. Operó en pocos años una profunda transformación productiva, pero en signo contrario a la revolución productiva que Menem había propuesto en la campaña electoral. Crecieron el sector servicios y las industrias intensivas en capital, que ahora podía ser importado muy barato, y lo hicieron más que lo que cayeron las industrias tradicionales intensivas en trabajo. Por eso es que entre 1992 y 1994 se vivió un curioso fenómeno de suba del PBI con caída considerable del empleo. El resultado es un aumento de la productividad laboral promedio, pero no por mejoras tecnológicas sino, principalmente, por el desplazamiento de sectores intensivos en trabajo por sectores intensivos en capital. Quizás el ejemplo más claro de este fenómeno es el cierre de la enorme mayoría de los ramales ferroviarios, que dejaron a decenas de miles de trabajadores desempleados y a pueblos enteros desconectados.

La Convertibilidad no solo consiste en fijar un tipo de cambio sobrevaluado, sino también en limitar las capacidades de intervención del Estado. Al prohibirse la emisión de pesos por debajo o por encima de las reservas internacionales, el Estado deja de poder incidir en la cantidad de dinero (lo que no quiere decir que esté fija, porque la Convertibilidad limitaba la base monetaria, no la oferta total, lo que en realidad redunda en dejarle la potestad sobre la política monetaria a los bancos comerciales). Asimismo, la libre movilidad de capitales también limitaba la posibilidad de que el Banco Central controlara la tasa de interés, que estaba regida por las tasas de los países centrales. Así, cuando luego de la crisis mexicana de 1995 las tasas subieron y aumentaron las primas de riesgo en los países periféricos, los capitales huyeron y la economía se desplomó. La suba de tasas hizo que cayeran los créditos y el rojo externo tuvo que ser compensado con endeudamiento nuevo, a tasas elevadas.

Por el lado del empleo, los cierres y achicamientos de empresas (grandes, pequeñas, estatales y privadas) que se estaban produciendo en el ciclo de crecimiento se potenciaron con la recesión. El desempleo aceleró su aumento y también siguió creciendo la informalidad, incluso a pesar de las supuestas ventajas para la contratación formal que se proponían, desde los períodos de prueba hasta la baja de las contribuciones patronales. El elemento disciplinador del desempleo, cada vez más acuciante, pasó a ser un condicionante político clave de la puja distributiva.

En el medio de este atolladero se reformó la Constitución Nacional en 1994, habilitándose la reelección, que Menem conseguiría por una diferencia sustancial en 1995. Cabe aclarar que los candidatos opositores más votados, José Octavio Bordón por el Frepaso y Horacio Massaccesi por la Unión Cívica Radical, no proponían cambios profundos en el esquema económico. Los recuerdos de la hiperinflación seguían identificando a la Convertibilidad como una plataforma deseable y las críticas al menemismo se basaban principalmente en las denuncias de corrupción, el derroche y la frivolidad. Si bien hubo algunas expresiones políticas contrarias, como el Grupo de los Ocho que se escindió del bloque legislativo peronista o las resistencias que obligaron a modificar y negociar la ley 24.241, que reformó el sistema previsional en 1993, lo cierto es que con vistas a las elecciones de 1995 todas esas expresiones quedaron subsumidas en alianzas que prometían mantener el régimen económico vigente.

Tras la reelección de Menem la economía volvió a crecer, pero rápidamente se dio el desplazamiento de Domingo Cavallo y la llegada al ministerio de Economía de Roque Fernández, un economista del CEMA. Si desde fines de los ochenta el Consenso de Washington venía prometiendo una transformación acelerada y sin costos de las economías subdesarrolladas hacia la modernización, desde mediados de los noventa, crisis en varios países mediante, los mismos organismos internacionales que impulsaron el Consenso de Washington van a empezar a promover políticas sociales transitorias para recorrer el proceso de transformación con menores costos. Ya se había vuelto evidente el crecimiento de la desigualdad. Los consensos políticos y corporativos que llevaron a la no-discusión del programa económico en los centros empezaron a explotar en los márgenes. 1996 es el año en el que se inauguran las puebladas en los pueblos petroleros, que darían lugar al nacimiento del movimiento piquetero. Del mismo modo, se profundizará el accionar de sindicatos alternativos, como la CTA o el MTA. Desde abajo empezarán a florecer profundas resistencias al menemismo, en tanto la respuesta oficial, avalada por el Banco Mundial, será el lanzamiento de planes sociales destinados a apagar incendios.

El segundo ciclo de crecimiento fue más corto, menos expansivo y mucho más desigual. Incluso los sectores medios que habían sido beneficiarios de la primera fase de la Convertibilidad (aquellos que pudieron mantener su trabajo, cuyo poder de compra en dólares era alto, permitiéndose el consumo de bienes importados o de viajes al exterior) empezaron a dejar de serlo.

Al mismo tiempo, las denuncias por corrupción empezaron a tomar cauces escandalosos. El principal fue la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, cuyas evidencias fueron tapadas con explosiones en Río Tercero, Córdoba. Los irresueltos atentados contra la Embajada de Israel en 1992 y la AMIA en 1994 siguieron un cauce similar. La extravagancia mediática creció, la figura de Menem pasó a convertirse en grotesca y el haberlo votado en 1995 se convirtió en un signo de vergúenza. Todas y todos éramos antimenemistas, despreciábamos su corrupción, sus negocios, su figura, pero, con excepción de esos márgenes combativos, cada vez más organizados, de política se hablaba poco.

En 1998 inició un nuevo ciclo recesivo que recién comenzaría a revertirse en 2003. La salida de capitales se aceleraba, la deuda externa se intensificaba y entonces un Estado imposibilitado de gastar por la vigencia de la Convertibilidad se volvía obligado a endeudarse cada vez más y a pagar cada vez más intereses de la deuda, con lo que la alternativa era reducir otros gastos, profundizando la recesión. Sin embargo, la confianza en la Convertibilidad seguía intacta.

Menem intentó forzar una lectura de la Constitución para habilitar una nueva reelección y fracasó, ante lo cual promovió una salida de la Convertibilidad por la vía de la dolarización lisa y llana, que tampoco tuvo éxito. Luego de una derrota en las elecciones legislativas de 1997, el peronismo se preparaba para perder las elecciones a manos de la Alianza entre la UCR y el Frepaso, que consagraría a Fernando De la Rúa como presidente. Sin embargo, los tres candidatos principales a la presidencia, De la Rúa, Duhalde y Cavallo, prometieron en campaña mantener la Convertibilidad. Es más, fue una campaña electoral que se desarrolló más en las oficinas de los acreedores que en las plazas de las ciudades argentinas.

A los dos años de haber dejado la presidencia, poco antes de la caída de De la Rúa como consecuencia de la continuidad del modelo iniciado por su antecesor, Menem tuvo su primera experiencia en prisión post-presidencia. Las distintas causas judiciales seguirían un curso fluctuante y la mayoría quedaría perdida en el tiempo.

Sin embargo, en 2003, luego de la devaluación, Menem intentó una tercera presidencia y quedó primero en la primera vuelta con el 25 por ciento de los votos. Especulaba que el segundo puesto quedara en manos de Ricardo López Murphy para así aglutinar al peronismo en vistas a una segunda vuelta, pero el posicionamiento de Néstor Kirchner en ese lugar, con un 22 por ciento que prometía ser mucho mayor en un ballotage, llevó a Menem a renunciar a la segunda contienda. El objetivo era minar la legitimidad de Kirchner y forzar a nuevas elecciones próximamente, algo que no funcionó. Luego, en 2005, se presentó como candidato a senador por la provincia de la Rioja, cargo que siguió ocupando hasta su fallecimiento, siendo reelecto en dos oportunidades. Intentó volver a la gobernación de La Rioja en 2007 pero terminó en tercer lugar. En el Senado tuvo una participación nula, destacándose un altísimo porcentaje de inasistencias y votos negativos en leyes fundamentales como las retenciones móviles en 2008, el matrimonio igualitario en 2010 y el aborto legal en 2018.  Llamativamente se ausentó en la votación de la ley de medios en 2009, mientras que en la votación del aborto legal de 2020 su estado de salud le impidió participar. En estos 16 años como senador alternó distintos bloques del peronismo, hasta sumarse finalmente al Frente de Todos en 2019.

El saldo de los diez años de gobierno de Menem es lastimoso, desastroso y que el estallido de ese modelo haya tenido lugar dos años después de su salida y en un gobierno de otro signo político no le quita responsabilidades. Más allá de cierta reivindicación que se ha escuchado en los últimos días por parte de algunos políticos que lo conocieron personalmente o por parte de los estandartes mediáticos de la nueva derecha, la enorme mayoría del país lo repudia profundamente.

Es cierto, pasaron más de veinte años y la memoria es corta, y la reconstrucción parcial de una década sin aumentos de precios en un país de inflación persistente puede ser tentadora. En todo caso, esa historia segmentada es un riesgo que debe ser enfrentado con la película completa. Sin embargo, en los debates de la actualidad las escasas aunque intensas reivindicaciones del menemismo sí son abiertamente ideológicas. A los ojos del 2021 la Convertibilidad no es inevitable y por eso indiscutible, sino en todo caso, para algunos, deseable. Entonces se dan discusiones sobre la naturaleza política y económica del menemismo que quizás no se dieron durante su égida, o se dieron en círculos acotados y con escasa visibilidad mediática.

En cualquier caso, su muerte es una oportunidad excelente para volver a discutir, a pensar y a reflexionar sobre la década del noventa y sobre el neoliberalismo en general. Nos abre la puerta a debatir las implicancias de distintas políticas y de la adopción de paradigmas que hoy por hoy dejaron de ser hegemónicos pero siguen vivos. Aprovechemos el fallecimiento de un ser nefasto para promover debates que nos alejen cada vez más de la infame década del noventa.

Diarios Argentinos