El caso Axat

Esta es la tercera parte del cuento que fue escrito por Sebastián Pelayo, quien imagina una travesía “Melvilleana”, en la que se embarcan conocidos escritores platenses actuales.


Primera parte

Segunda parte


     “Cierta vez”, contaba Peredo, “cuando era pequeñ, pequeguo, pequeño, mi abuelo me pidió que lo ayudara con las calabazas. Recuerdo aquel patio, en Ramos Mejía, un patio de paredes altas y revocadas con cal”.

     (Duizeide, Axat, Schierloh, Raninqueo y Dubín, miraban y escuchaban a Peredo, todavía sin abandonar del todo la sorpresa. Era su casa, sí; y los había recibido con entusiasmo. Pero parecía un fantasma; “o una suerte de Juan Salvo”, se decía a sí mismo Axat; “APARECIENDO, como en el escritorio de Oesterheld”).

     “Las calabazas colgaban como orejas de gigantes”, continuaba Peredo, tan a gusto, a pesar de lo raro de todo eso; “de la parra que atravesaba todo el patio”, dijo Duizeide, adelantándose a Peredo, que lo miró agradecido.

     (“Yo debía sostener un fuentón de metal mientras el abuelo descolgaba algunas calabazas y las dejaba allí. Sucedió que el abuelo dejó caer una calabaza al suelo y ésta se rompió como una cabeza de vidrio”).

     “Recuerdo que el abuelo me dijo que me alejara un poco”, decía Peredo, ahora ensombrecido, y sirviéndose, pronto, más whisky en el vaso, “y él se fue y regresó con un palo”.

     “Allí había una araña, como una tarántula, y muy escurridiza. Y lo cierto (a eso voy) es que ésta ha venido creciendo desde entonces; y por alguna razón que me escapa, me ha venido persiguiendo”.

     “Peredo, compañero”, decía Raninqueo, llenando su vaso de más whisky, “tenés que saber que nosotros, en el camino, nos hemos encontrado con la mismísima Moby Dick; así que, te creo cada palabra, por más descabelladas que puedan parecernos”.

     (“En el camino”, se decía a sí mismo Schierloh; “¿pero camino a dónde? Por lo pronto, si tuvimos alguna vez un itinerario, ya no lo recuerdo; creo que estamos, por el contrario” (y aquí Schierloh se agarró a la silla fuertemente), “en un gran maelström”.

     “Se hace camino al andar”, se decía luego, Schierloh; “¡por supuesto!”. Y se echó a reír, ante la vista del resto, que también empezó a reírse (a carcajadas), aunque no supieran bien por qué. “Uisce beatha coinnle”, se dijo a sí mismo Axat, sorbiendo del vaso y eructando).

     “Aquí es la casa de Peredo”, se decía a sí mismo Dubín; “Y si algo hubiera, tal vez una mácula extraña y peligrosa, me mataría del sopor”. Dubín observaba, en tanto, a sus compañeros, como a una fotografía “clara y a la vez borrosa (por el humo y el vapor), de una viejo taberna”.

     “En este comedor”, inventariaba Dubín, subiendo y bajando los anteojos, “abundan las piedras y los caracoles; hay huesos y dientes (una gran mandíbula de tiburón reposa encima de una cómoda); y hay maderas, y retazos de velas, y hierros oxidados; y hasta un ancla, contra una pared, que hace de perchero”.

     “Pero no”, continuaba Dubín, “nada que me atemorice; particularmente, me siento muy a gusto. Y no veo, por cierto, en mí ni en ninguno” (y esto a propósito de la inquietud de Peredo), “ni transparencias ni putrefacciones; y más todavía, no apetezco de cerebros”.

     “El comedor viaja en la noche, como un barco en la niebla”, se decía Dubín, repitiéndoselo; como si dijera: “¡A toda marcha!”, o “¡A barlovento!”, o “¡Al Sur!”, ejecutando, a la vez, el telégrafo, y sosteniendo con fuerza el timón.

     (“Y por qué tomar el camino más corto y seguro”, se dijo luego, Dubín, mientras su entusiasmo aumentaba, “si se puede tomar el más largo y peligroso”).

     “La casa estaba”, contaba Peredo, “frente al parque Saavedra, a la altura casi del “Rincón del Novelista”, donde hoy presunta el portón de hierro del desgarbado Benito Lynch”.

     Por fuera y por dentro, como ven, simula un palacete pequeño, aunque ahora remozado; prueba, acaso, de esplendores pasados, de cuando el río y la tierra semejaban una sola llanura.

     Yo creía que la casa, como todas las de este estilo, debía tener pasadizos, muchos recovecos en donde perderse. Por lo que supuse, era muy favorable para albergar fantasmas, especialmente melancólicos o tímidos; lo cual me resultaba muy atrayente”.

     (Peredo esbozó una sonrisa compleja, difícil de descifrar, pero no por asustadizo. Le gustaban los misterios, aunque entendía que la realidad, a veces, puede resultar una paradoja maldita).

     “Cómo sea”, decía Duizeide; “esta casa se mueve, y no creo que” (Duizeide se contuvo, pero largó “al fin”) “porque los médanos se muevan. Oigo el deslizamiento; pero también oigo, Peredo, el resquebrajamiento de los árboles y de la farfolla”.

     (“Esto me recuerda”, se decía, hurgando en su barba, Schierloh, “al desdichado de Yo, caníbal”: “Sentía, siento, en este momento lo estoy sintiendo, un movimiento extraño en mi estómago”).

     “Ya hace tiempo que estoy aquí”, decía Peredo, dirigiéndose a Duizeide, “durante el cual, poco mejor que infructuosamente, me he tomado el trabajo de plantar algunos “obstáculos”.

     Y he sentido, lo reconozco, cierto regocijo en esa manipulación; acaso como el Dr. Moreua. Los cuales, sin embargo, sólo lentificaron a la casa. Ya los verán, ustedes mismos, a la luz del día, a los árboles derrumbados, y al antiguo cimiento”.

     “De todos modos”, continuaba Peredo, “a punto estoy de terminar un libro de cuentos; “fin” que me propuse al embarcarme en este viaje. Así que, creo que he ganado “un tiempo suficiente y divino”. Y a no ser que la casa, se libere de súbito de mis artilugios, pienso (¡Oh, sueño!) en soltarla, como se suelta a un pájaro de las manos”.

     (En la casa abía un “estar” anodino que daba al comedor (“Propicio”, se decía a sí mismo Dubín, “para ágapes y riñas”); y al fondo se percibía la cocina. Todo estaba decorado a la antigua, con una misma madera pulida en barniz, y las paredes estaban empapeladas de un tono ocre.

     Una escalera en espiral llevaba a un segundo piso, donde estaba el cuarto de dormir principal (“Un calco del talante de la difunta madre de un amigo”, decía Raninqueo, lastimero; “dominado por un eterno luto”).

     En otro cuarto estaba la biblioteca, algo escueta, aunque vasta para Peredo, ya que eran mayoría los libros de Terror y de Ciencia Ficción. Había, además, un baño blanco; y otro cuarto, pero cerrado con llave).

     “¿Por qué está cerrado ese cuarto, Peredo?”, preguntó Axat, con algo de indiscreción. “Por nada de otro mundo”, le decía Peredo: “no lo sé”.

     “Lo único que sé, es que en el comedor hay un frasquito, con una llave que dice “cuarto cerrado”. Pero no me pregunten, por favor, por qué no he escudriñado en su interior”. (“Ah, estómago”, se decía a sí mismo Peredo; “si todo fuera, nada más, una úlcera (y hasta algo peor), y no un sinfín de arañas hambrientas”).

     “¡Rápido, al comedor!”, instó luego Peredo, como quien percibe un peligro; “allí estaremos más seguros”. “¿Es la casa lo que tiembla?”, preguntaba Dubín, “aunque levemente”. “Y pronto lo hará como un perro rabioso”, decía Peredo; “debemos cerciorarnos, que todo esté en su lugar, y con todas sus partes a punto. Porque mejor navegar, compañeros; ya que la casa, por sí sola, encalla”.

     “Pero Peredo”, decía Schierloh, “no nos alarmes de ese modo. Una casa que se mueve; una casa barco” (aquí Schierloh se ajustaba su manta blanca), “vas a hacer que huyamos despavoridos, lanzándonos por las ventanas como gatos”.

     “Nada de eso”, decía Raninqueo; “si, en efecto, embarcamos de nuevo, aún en esta casa, nada más nos espera que volver al mar. ¿Y qué mayor felicidad, compañeros? Nuestro barco, Moby Dick, ahora una casa, ¡vamos!”. Más luego, Raninqueo dijo: “¿No es acaso una aventura?”.

     Y pronto, Duizeide, Schierloh, Axat, Dubín, Raninqueo y Peredo, bajaron la escalera y entraron al comedor, cerrando la puerta y abriendo las cortinas de las ventanas.

     “Las velas se izaron, inflándose por el viento del Este”, se dijo Axat. Y Duizeide se aferraba al timón (“Ah, mar”, se decía a sí mismo; “a ti regresamos, como siempre”). “Las casas flotaban, a la deriva”, decía Dubín, “impulsadas por el tsunami”.

     Pronto comenzaron a oír un zumbido; al principio casi desapercibido, y luego torturante. “¿Oyen lo que yo?”, les preguntó Duizeide a los demás, quienes asentían con la cabeza, a la vez hurgaban sus oídos con los dedos o se tapaban las orejas. “¡Ignorémoslo!, decía Schierloh, haciendo un ademán hacia atrás; “y puede que se vaya, como un abejorro”.

     (Pero el zumbido decreció, y no por el esfuerzo que hicieran los navegantes, sino por la propia casa, que parecía no desencallarse, maniatándose a sí misma contra la arena).

     “¡Compañeros”, decía Duizeide, “viento del Oeste!”. (“Soltemos el ancla”, se decía a sí mismo Axat, de pronto taciturno; “yo lo llevaré a cuestas, y lo pondré, mansamente, sobre el sillón”).

     (Ya era la hora azul, y pronto saldría el sol; las gaviotas permanecían imperturbables, y un chimango sostenía con su garra la cabeza de un pez).

     Dubín, lentamente, avanzó unos pasos, y se ciñó a la ventana, de la cual caía el rocío. Se acomodó los anteojos y observó bien. “La casa avanza”, decía, “arrastrándose como un caracol”. Y veía llegar desde el mar una niebla espesa, que en tanto avanzaba agrisaba el cielo.

     (“Una vez”, se decía a sí mismo Peredo, “vi posarse una esfera platina, adosarse a un árbol y comerlo, envolviéndolo en fuego. Y en otra oportunidad, vi emerger un espolón más grande que el obelisco, como un cuerno de narval. Y ahora esto”):

     Un fondo rojo llegaba tras la niebla; “apenas un prolegómeno”, dijo Raninqueo. “Además de sus ojos”, se decía a sí mismo Duizeide, “otros ojos se abrieron de asombro”. Pues más allá de la niebla y del fondo rojo, una tarántula colosal apuraba sus pasos.

     (Se cernía, entonces, una especie de catástrofe. Y el poco tiempo que quedaba, sólo alcanzó para asegurar la puerta y las ventanas).

     Dubín (que continuaba ceñido a la ventana, pero ahora agarrado de los marcos), negaba con la cabeza. “¿Es que es posible?, flor de taránnntula!”, decía entonces, pasmándose, mirando a sus compañeros; “No sé qué piensan, compañeros, pero creo que necesitaremos un barco más grande”.

     Las paredes del comedor comenzaron a moverse arrastrando consigo a los muebles. “Por un momento se oyó un grito”, decía Schierloh, asustado, “y el vaivén de un péndulo”. (“¡Oh, Poe!”, se decía a sí mismo Peredo). “¡Oh, Stevenson!”, gritó Duizeide.

     Los muebles flotaban y pasaban a través de Schierloh, Dubín, Axat, Duizeide, Peredo y Raninqueo, a la vez que ellos, extáticos, pasaban a través de los mismos, “como fantasmas en los roperos”.

     (Fue Raninqueo, quien sacando fuerzas, “echando raíces ancestrales”, buscó el auxilio de los puños, desechándolos pronto por un cuchillo de monte que extrajo de su saco, retrocediendo al cabo, echándose sobre la pared, como detrás de un árbol).

     (“Oh, maelström”, se decía a sí mismo Schierloh; “entre tires y aflojes”). Y, como tras ser revolcados por una ola, fueron a parar a la biblioteca, en donde permanecieron, inconmensurables, estampados contra los libros.

     “La culpa es de los libros”, decía Peredo, hipnotizado; “la culpa es de los libros. Y aquí (ya lo suponía), está el Tifón”.

     “Yo, por más que lo busco”, decía Duizeide, zigzagueando en los estantes, con los ojos desorbitados como huevos en agua hirviente, “no encuentro La isla del tesoro”.

     “Oh”, se decía a sí mismo Dubín; “pero sí está El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (“La sonrisa se borró de su rostro para dar paso a una expresión tan abyecta de terror y desesperación que los dos caballeros de abajo sintieron que se les helaba la sangre”).

     “¡Compañeros, a la ventana!”, dijo de pronto Raninqueo, señalando con el dedo; “el cielo se nubla, como por un cumulonimbus”. Y todos, entonces, se juntaron en la ventana y observaron aquello, “espantosa y aplanadora”.

     La gigantesca tarántula, en tanto, cruzaba la playa, pasándole de largo a la casa (y a ellos, que la seguían con la vista como a un avión) dirigiéndose al Oeste.

     (De nuevo en el comedor, cada cual retomaba su puesto, con la vista puesta en el horizonte, ahora clarísimo, donde comenzaba a asomarse el sol).

     “Apurada”, decía Schierloh, “como si llegara tarde a algún sitio”. “Como para no hacer aspaviento”, dijo Peredo, relajándose. “A propósito”, decía Duizeide; “¿han notado los pulgones en sus patas?” “Sí”, dijeron todos, escalofriándose. “Otra que los Gurbos”, dijo Raninqueo.

     “Compañeros”, decía Peredo, que miraba por la ventana principal, “es tiempo de botar la casa”. Y la casa entró al mar; y tras embestir una y dos veces las olas, superó la rompiente, deslizándose suavemente, como en sueño confortable y profundo.

     Peredo observaba a cada uno de sus compañeros, igual que él, hondamente tranquilos. Pero se alarmó de golpe, saltando de la silla, sumiéndolo un susto peor, que el que le produjera la tarántula.

     (Observó, nuevamente, a sus compañeros, pero esta vez contándolos, uno por uno; de paso observando, también, minuciosamente, el comedor).

     “Qué nos deparará ahora el periplo”, decía Dubín, muy sonriente, cuando fue interrumpido por el estruendoso “¡Shhhhhh!” de Peredo, que alargaba la expresión “hasta que casi se quedó sin aire, y manoteaba como ahogado”. “Compañeros”, decía luego, tomando aire, “¿dónde está Axat?”.

     “¡Hombre al agua!”, gritó Raninqueo. “¡Hombre al agua!”, gritaban todos y cada uno, asomándose por las ventanas, buscando en cada pedacito de mar, (“una pieza chiquita, de un rompecabezas de un solo color”).

     (Duizeide subió apresuradamente la escalera hasta el segundo piso, y tras salir por una de las ventanas, trepó primero al techo y luego a la torre, como a lo alto de una cofa.

     “¡Hombre al agua!”, gritó, entonces, desencajado y desesperante, como la sirena de un barco, buscando en el mar vacío. (“Juan se iba por el río, escribía Walsh”, se decía así mismo. “Cuando hombre y animal son un punto único en el horizonte, el río vuelve a crecer, incontenible. El cuento se detiene ahí”.

     “El hijo de puta”, repetía, con una nausea gigantesca, “se parapetó detrás de un árbol y se defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía”).

     Axat giraba la llave en la cerradura. Y mientras abría la puerta, ya escuchaba voces y sentía olores, empero familiares. Por un instante creyó, en realidad, que había girado en círculos y entrado de nuevo al comedor, “y que lo agarraban” (¡Oh!) “con la llave en la mano”.

     Cuando asomó su rostro, sin embargo (“como un topo asomándose de su topera”) era otro lugar; y nadie allí le dirigió la mirada, aunque él los mirara asombradísimo y soltara un “Hola”, no sabía si audible o mudo.

     “Estaba Giannuzzi, con una pila de Las condiciones de la época; con una oreja aplastada sobre el escritorio, escuchando el temblor de los pies ajenos y lejanos”, les contaba Axat a Duizeide, Schierloh, Peredo, Dubín y Raninqueo, todos sentados a la mesa, revisando sus cicatrices.

     “Como el ogro gigante, del anónimo inglés, pero encurioseado; los automóviles, el tren subterráneo, los aeroplanos, le provocaban escalofríos, cual repentino entomófobo.

     Todo sucedía con una gravedad de fondo, de una sola tecla de piano, que a los demás, gradualmente, llamaba a la atención. Más todavía, ciertamente, cuando Giannuzzi comenzó a recitar, con un falsete tenebroso, Los huesos de Sarmiento.

     Pronto su dedo, rígido y a la vez endeble, como el de Nosferatu, señalaba hacia el Norte. Allí había una silla de pino y mimbre, altiva como una catedral gótica, que parecía abandonada y propensa al desguace.

     Todos miraban hacia ella, entonces hipnotizados por el poeta, que repetía los versos finales del poema como un disco rayado:

     “Y al mismo tiempo niega desmoronarse al polvo de Sarmiento”, decía Axat, igual de tenebroso. “Y al mismo tiempo niega desmoronarse al polvo de Sarmiento".

     (Una bandada de libros remontó vuelo desde las descomunales bibliotecas de la sala. Murray, Chávez, Lamborghini y Guglielmino, igual de sobresaltados, no le sacaban los ojos, sin embargo, a Giannuzzi.

     Bajo el rostro ceñudo de un Bourse Herrera, donde flameaba un fuego exaltado, los náufragos Fierro, Quijote y Alighieri, se enfrentaban, a cuchillo y espada, a un monstruo sanguinario.

     Una cinta de humo, carnal y desnuda como una lengua, trepaba grácilmente a la silla).

     Al principio como un bólido, y, “al fin”, como un ventrílocuo, más compungido que extasiado, Giannuzzi hablaba, en aquella noche, mirando sucesivamente a la silla y a sus compañeros.

     Deseoso estaba de que ellos percibieran lo que sus ojos deslumbrados: que allí enfrente, sobre la silla, se materializaba una mujer sonriente, pálida y vampírica, y floreada como Ofelia.

     El ademán que hizo cuando lo colmó el desencanto, provocó que la sala temblara, cayeran al suelo una lámpara y las cortinas de los balcones.

     “Una fantasma indescifrable se sienta en esa silla”, decía Giannuzzi, soñoliento; “Oh, hermosura, como mármol vivo”. Y luego se explayó: “No iré, sin embargo; aún yo fuera aquel muchacho descarado, y aún estuviera particularmente hambriento. Porque ella no es, mis amigos, mi extrañísima amante, Libertad”.

     Cual si viera por un telescopio al horizonte, a otro barco, o a otra tormenta que se allegaba; a tremendos truenos y relámpagos que podían condenarlo al naufragamiento”, continuaba Axat, contándoles a sus compañeros, “Murray farfullaba, con ebria ternura, los poemas aterrorizados de Una mujer y un hombre.

     (“Y para ir a barlovento”, decía Murray, “el recuerdo de Otra sangre me acompaña; como si hubiérase visto en mi hombro un cuervo, más verborrágico y gracioso, por cierto, que el del compañero Poe.

     “Sería, a “fin” de cuentas”, continuaba Murray, “mi aquiescencia”. Y con Titirisonó el titiritero lo atestiguaba”, decía Axat, como cerrando un expediente).

     “Murray veía que una de sus manos, con la que él normalmente escribía, de pronto era un puño libertado (como el de Pádraic Pearce), aferrado a una birome como un arponero.

     Y a la vista, entonces, de sus compañeros, expectados tal si vieran al loco Ahab; tal si viera éste, como a un témpano, el curso de Moby Dick, nada, en rigor, se interponía a Murray, “a no ser su propio laberinto”.

     Y urgido en un trance barbárico, Murray tallaba apretadamente en la mesa; expelía, por momentos, feroces alaridos; lanzaba, de pronto, trompazos al aire, cuando no abría los ojos, desbordados de llanto.

     (Frente suyo, locuaba la voz del genio sonriente y amigable: “El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos”).

     Y a la sola luz de una vela, ya casi postrada pero centelleante, Murray proseguía, estrofa tras estrofa, convencido de la calma apócrifa del lago.

     Más luego”, decía Axat, levantando su vaso rebosante de whisky, “Murray se puso de pie; y temerario se subió a la mesa, como al alcázar del Pequod.

     Desde allí miraba los fogonazos, los colores oscuros, de la tormenta que, inexorable, se aproximaba. Y presuroso, entonces, bajó de la mesa, donde lo esperaban los demás:

     “¡Compañeros!”, decía, desde luego, tras clavar la birome en la mesa, y levantando “su vaso rebosante de whisky”; “debemos hacer un brindis, jubiloso e irrenunciable, ¡por la poesía!”.

     Tras aquello, Murray oyó pasos en la escalera y se contuvo. Veía un deslumbramiento en el pasillo, y “al fin” una puerta que se abría. “La negra rosa” se acercaba, con la boca entreabierta, condesamente.

     “Ya estoy con el sombrero blanco y los ojos grandísimos”, decía Murray, que tenía frente suyo, casi tocándole los pies, a “la negra rosa”, “abrumado e hipnotizado”. Y pronto ella lo sostuvo en brazos al alucinado, le clavó los colmillos y le chupó la sangre.

     Ni un poco del adalid, ni siquiera un bosquejo; tampoco el vaso de whisky, enclavado e invisible”, decía Axat, ahora exultante; “y tampoco el huevo frito, el rito de la manzana, o el silencio alborotado de Barbuncho, valían lo que valía, para él, esa mordida.

     El poema (que tan dulcemente condimentado), Murray acababa de escribir, como improvisado escultor, yacía al borde de la mesa, en perfecta letra manuscrita. Y éste debía correrse ante el desborde de Giannuzzi, Chávez, Lamborghini y Guglielmino por leerlo.

     Tenía algo de jugado”, decía Axat, “anteponerlo al Che a cualquier otro caudillo. Y además, regurgitándolo de la cruz; y de la mismísima muerte, a la cual despreciaba del todo. (“Contra el Imperialismo”, decía Murray, ofrezco este librito; y éste, su primer poema”).

     (Murray repetiría, en mayor medida, tras el asesinato de Abal Medina, esa misma albatura, aunque ciertamente entristecido y frustrado; condición que, habrá inferido, al posterior tono cómico del genial Chesterton en el cielo).

     Lamborghini encendía un cigarrillo, y entre el humo de éste y el del fósforo, parecía buscar palabras fidedignas, aun cuando ya las supiera de sobra, o las poseyere en la punta de la lengua.

     Él sorbía su vaso de whisky, aduciendo sin rebuscamientos, más para los demás que para sí, que otro trago lo ayudaría; no sólo a ver más que visiones, sino que, también, para agarrarse o soltarse, según de donde llegara la raíz o la mano.

     (Ende su fuero íntimo, visiblemente introvertido, Lamborghini secaba sus anteojos con un pañuelo, mientras aun resplandecían, los aullidos de Giannuzzi y de Murray.

     Y no tuvo, al margen de trastos frívolos y deseos enjutos, otro deseo, naturalmente, que escribir un poema; aunque fuera, por cierto, muy trabajosamente: todavía era en pleno estremecimiento.

     La luz de la lámpara contribuía, como cada cual de esos hombres obcecados, a ese aislamiento repentino, que parecía ubicarlo a Lamborghini en su propio escritorio, rodeado de sus amuletos, siguiendo los usuales ritos.

     Nadie allí (en estruendoso silencio), por más requerimientos desesperados del propio Lamborghini, se hubiera permitido interrumpirlo. Únicamente ellos sabían lo que se proponía hacer, y a quiénes demolería en el camino.

     (A lo alto del mundo, enrabiándose por la injusticia, Lamborghini iba en su cubículo, cual venturoso hacia las estrellas. Desprendíanse las hojas testigas, de lo que algún columpiado, acusaría remotamente de despilfarramiento burgués.

     Cada sitio tenía su encono, la ventana enrejada, y un tirador oculto. Igual iba Lamborghini, a cada una de esas luminarias; no obstante, ciertamente, a todas al mismo tiempo, y “al fin” hacia ninguna.

     “Por eso mismo el cubículo se reventó”, decía Lamborghini, “como por descuartizamiento”. Y Murray, Giannuzzi, Chávez y Guglielmino temieron por su vida y las suyas; pero si bien, lógicamente compungido, después su expresión se volvió alegremente ceñuda.

     (Lamborghini veía que las estrellas se apagaban solapadamente; que poco iba a faltar, si la cosa seguía ese rumbo fulminante, para que, por ejemplo, la luna fuese violada; o para que el sol, como el agua, fuese propiedad de un solo amo.

     El problema seguía estando en la Tierra, donde generalmente se alza “al menos malo”; es decir”, decía Axat, como si tomara la posta, “al que menos pisotea, al que menos afana, al menos mentiroso. “Por la charlatanería o el tronato”, decía Lamborghini, “el menos severo, es el más y mejor recordado”.

     Lamborghini se agarró, nomás, de la nueva epopeya, no sin sacarle punta al lápiz).

     Guglielmino en nada era quien aparentaba por mero designio de la naturaleza”, seguía contando Axat; y no se sacaba el sobretodo negro (percutido por el trajín, y largo para su baja estatura), ni tampoco el sombrero a lo Humphrey Bogart.

     No lo hacía, pues ese era su atuendo; la austeridad le otorgaba fueros indómitos, incluso cuando puestos desgraciados lo señorearon, y se abocó, si bien fútilmente, a la política explotadora.

     (Todos allí, en realidad”, decía Axat, vestían con cierta formalidad desinteresada, siendo que también, le sacaban jugo a las excepciones, casi siempre en cautiverio, y cuando se prorrogaban las brasas).

     Por supuesto, Guglielmino no se sacó ni el sobretodo ni el sombrero; ni aun tras acomodarse en el sillón junto al fuego, que Giannuzzi, cada tanto, se encargaba de mantenerlo en alto.

     Sin embargo, “bajo aquel manto”, expectante y ovillado como un perro, Guglielmino guardaba su facón de gaucho. Y lo usaba para espantar a las cucarachas, y cuando debían ligarla los malos fantasmas (“que lo acompañaban, oficialmente, como a un condenado que va al fusilamiento”).

     (Y allí leía, una y otra vez, su Juan sin ropa, acaso como si buscara una pesadumbre para extirpar, y con la tenue, pero luminosa esperanza, de que quedare algo, por lo menos un verso, o una palabra, que surgiera del libro como un árbol o una flor.

     Guglielmino había disfrutado como un niño”, decía Axat, “los espectáculos que Giannuzzi, Murray y Lamborghini brindaron con tanta camaradería y desasosiego. Los había visto, a cada cual, con la misma rimbombancia, y creyó que sería justo hacer lo suyo; que, por cierto, le venía al pelo, ya que había algo en Juan sin ropa, que lo maravillaba particularmente.

     (Era un sólo fragmento, en uno de los márgenes, que no lograba recordar por qué lo había escrito; y más todavía, no le encontraba el sentido dado).

     Y, tras beber de su vaso de whisky y gargarear un poco, Guglielmino se levantó del sillón y tosió sonrientemente. Lamborghini, Murray, Chávez y Giannuzzi lo miraban, sabiendo que vendría luego una de sus exenciones.

     “Sólo algunos formularios cumplidos”, decía Guglielmino, “bastan para que uno ande tuerteado o andando renco; haciendo un ruido a “poc, poc, poc”, zozobrante, como un reloj que ya atrasa, y errándolo al facazo en el aire”.

     (Luego, Guglielmino sacó de su sombrero 4 copias de su Juan sin ropa, dándoselos uno por uno a sus compañeros, que lo recibieron con gran entusiasmo.

     Sopesaban la edición roja y blanca”, decía Axat, como si la tuviera en sus manos; “la olfateaban; seguramente con un apetito controlado. Y “al fin” se rieron, todos juntos, sirviéndose otra ronda de whisky).

     Chávez, a la sazón”, tal lo que veía, compañeros, decía Axat, sorprendiéndose de nuevo, “perdía el anzuelo, en la fronda del arroyo Nogoyá. Nuevamente, como lo había sido siempre. Pues nunca, por más que lo intentó 1000 veces, él logró llevar a la casa un pescado.

     Más bien lo contrario, lo que sucedía parecía no corresponderle, y tal ente se transformaba en poetario. Y así, sin que se moviera un pelo la boya, escribía los primeros poemas de Como una antigua queja, librado luego en la monserga.

     También un fuelle lo crispaba: “De afuera vienen como garrapatas”, decía Chávez; “ándele como Fierro, el de la primera parte, y no el cagón de la segunda.

     Y guarda”, decía, de pronto, con la voz tornasolada, con “los sarmientudos y las sarmientonas”, y velo vos con tus propios ojos. No desertes de la poesía, aun si en la oscuridad del sueño, veas que todo es lucha y tripas desparramadas”.

     (“Como una antigua queja”, decía Raninqueo; “le vale el parió. El tabaco negro se seca al sol en ristras”).

     Cuando golpearon a la puerta”, contaba Axat, ahora entumecido, “todos se miraron, agarrándose de los apoyabrazos, retrocedidos por la irrupción. Temían lo peor: que venían a desaparecerlos; y con ellos, a sus papeles, que en tanto volaban por el aire, volvían a la mesa igual de reculados.

     Pero era Castellani; vestido de sotana negra, su infaltable boina y una cruz desmedida en el pecho.

     Murray, Giannuzzi, Chávez, Lamborghini y Guglielmino festejaron su llegada, con abrazos y estrecheces de mano, aunque pronto volvieron a sus asientos, con una sonrisa indisimuladamente contenida.

     (Después de todo, Castellani era un representante en la Tierra de asuntos supraterrestres, y podía venirse con alguna mala noticia, sino con algún sermón descontextualizado, en los que a veces caía por porfiado).

     Giannuzzi sintió una repentina nausea, que no por reiterada dejaba de afectarle, pero que atribuyó a su hipocondrismo; sorbió de su whisky y pidió a Murray un cigarrillo, quien a su vez encendía el suyo, mientras miraba de reojo a Guglielmino, que no dejaba de mirarlo a Castellani, como inquiriendo una respuesta. Lamborghini y Chávez, por su parte, parecían tramar una poesía conjunta.

    

     Muy lejos, sin embargo, de enfatizar su profesión, Castellani, que llegó con un libro bajo el brazo (del que nadie había notado, o mal supusieron se trataba de una Biblia), venía “en modo rebelde”, a donde se sentía entre compañeros; y a mostrar, por supuesto, lo suyo, no carente de herejías.

     Sabido esto, y saludado con un brindis sonorísimo, Castellani bebió de un solo trago su whisky, abriendo el libro en una hoja marcada.

     “A lo largo y a lo ancho se escuchó el vocifero. Por un momento pareció que el barco detenía su marcha y reverencialmente agachaba la proa. Un relámpago, poderoso como el sol, estalló en el cielo.

     Castellani empuñaba su cruz; la tiraba hacia abajo, como si deseara arrancársela. Uno de sus ojos se salía de órbita al oír el borboteo que se allegaba por Sudeste. Tiró la cruz contra el suelo y esperó otro relámpago. (“Dedujo, entonces, que había poco tiempo, y ordenó a Murray virar a estribor”).

     Murray se cubrió el rostro empalidecido, como Drácula arrimado por la cruz. (“¡Ahhggg!”, gritaba y gesticulaba, como Christopher Lee). Pero saliendo de entre sus brazos, con una risotada larga, aventó las velas y fijó el timón, apuntando el barco hacia el lado opuesto, a babor.

     Castellani se cercioraba de no haber perdido el garfio. Observó a Giannuzzi, que anotaba intermitentemente y le ofrecía, sonriente, otro whisky. Castellani rechazó el vaso golpeándolo contra la pared y lanzó, en seguida, una mirada aplastante, trituradora, al tembloroso Guglielmino.

     “Algunos, parece”, decía Castellani, “que todavía no han recibido el sopapo del mar. Pues yo debo responder con mi voz de súbdito, y dar la orden que el mar me ha autorizado a proferir. Porque yo soy el mar en este barco, y soy una ola gigante.

     ¡Que a Murray lo cuelguen de las bolas!”, dijo luego, señalando, con la espada, a los marineros, “¡y que le corten la garganta!”.

     Lamborghini se ajustó el cinto de los cuchillos. Tomó uno, de hoja corta y mango de marfil, y se puso a afilarlo, pasándolo sobre el yunque. (Murray seguía firme en el timón, con los ojos agudizados en el muro nocturno, tras el cual se avecinaba, espumosa, la ola vagabunda). Chávez se ceñía a un costado del espolón, contra la amura.

     El grito, lacerante, de Castellani, no hizo mella en sus compañeros, que comenzaban a moverse en dirección al camarote, al notar el ruido, cada vez más alto, y la línea blancuzca que se extendía a lo largo del horizonte.

     Lamborghini pasó por al lado de Castellani y escupió al suelo; se limpió con la manga, en cuya mano brillaba el cuchillo, y le profirió, apretando los dientes para dominarse:

     “Osá, miserable, intentar algo, y te destripo aquí mismo”.

     Castellani alzó el garfio señalando al cielo, esbozando una sonrisa que, acorde Lamborghini iba dimensionando, mutaba de carcajada a gruñido. Chávez, Giannuzzi y Guglielmino, aferrados a los palos y los cuchillos, observaban por la claraboya, desde el interior del camarote. Murray, retrocediendo, como mirando a las estrellas, se unía a ellos.

     El golpe fue brutal, pero amortiguado; a palazos y cuchilladas, Murray, Giannuzzi, Chávez y Guglielmino, combatían a la ola. Cuando el barco hizo un vuelco de campana fue la peor de las batallas; caían al abismo, eran como expulsados o desmembrados. La ola, en tanto, seguía su curso, y el barco, pronto volvió en calma, y tras ondear emergió de nuevo.

     Vacío, silencioso, el barco giraba en torno a un eje, a medida que la noche concluía y lo envolvía la tiniebla. Revoloteado por algunas gaviotas, entró en el laberinto. Un cuerpo solo, el de Castellani, flotaba muerto, ya calavérico, con un cuchillo clavado en el cráneo.

     Murray se levantó de su asiento, y cigarrillo entre sus labios, entrecerrando un ojo por el humo, aplaudía con fuerza la demostración de su compañero, que cayó exhausto en su propio asiento.

     Giannuzzi, Lamborghini, Chávez y Guglielmino, repetían el aplauso, y luego todos fueron acercándosele para palmearlo, retribución que conmovió a Castellani, que pidió disculpas por el exabrupto, reclamando tímidamente otro vaso de whisky.

     (Una mano apoyaba la púa sobre un disco de Mozart). “Siento definitivamente”, decía Castellani, “que no estaré mucho más tiempo; estoy seguro de que he sido envenenado”.

     “Luego me miraron, como búhos: y se sonrieron”, decía Axat, concluyendo. “Y fuéronse esfumándose, y con ellos los libros, los papeles, el humo y el whisky; hasta que sólo quedaron los muebles pelados”.

     “Un sueño”, dijo Dubín; “Una bella alucinación”, dijo Duizeide; “Haber estado ahí”, decía Peredo, “y no congelándome por una araña; “Fantasmas”, decía Schierloh, “en su aposento”.

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