El futuro sigue siendo desesperanzador

El sonido de las cosas es una nouvelle que va mutando de género. Al comienzo, exalta elementos opresivos del presente para ser fácilmente catalogada de distopía. En el medio, se parece más a un policial, y sobre el final se transforma en una historia de terror, sin que el lector pueda distinguir si se trata en realidad de una pesadilla del protagonista.


El sonido de las cosas es una nouvelle que va mutando de género. Al comienzo, exalta elementos opresivos del presente para ser fácilmente catalogada de distopía. En el medio, se parece más a un policial, y sobre el final se transforma en una historia de terror, sin que el lector pueda distinguir si se trata en realidad de una pesadilla del protagonista.

Estamos en un futuro cercano. Con el supuesto afán de asistir, Google fue desarrollando aplicaciones que gobiernan nuestra vida casi por completo, al punto de inmovilizarnos en nuestras casas, mientras afuera los drones, los androides (y los colectivos feministas de vez en cuando) se desplazan con absoluta libertad. En este escenario es válido hacerse algunas preguntas: ¿Son estas herramientas tecnológicas instrumentos pensados para la simplificación absurda de nuestras rutinas o en realidad van convirtiendo paulatinamente a los humanos en herramientas de liberación de las máquinas? ¿Un escritor que recibe ideas de un asistente IA de escritura es el autor legítimo de una obra o el asistente también merece ser catalogado como tal? Si una aplicación denominada “Xiaomi Neura” puede acceder a nuestra mente y recrear de forma virtual diversos ámbitos de nuestra vida cotidiana, como el supermercado chino que está a la vuelta de casa, ¿qué valor de verdad y realidad tienen nuestras percepciones sensoriales? ¿Seguiríamos siendo capaces de distinguir la vigilia del sueño o lo sintético de lo natural? ¿Qué queda de nuestra privacidad y autonomía? “Las tecnologías siempre vienen a desdibujar contornos y los nuevos límites son lo último que se traza”, piensa  Kilian, el protagonista de la novela, mientras observa a Elián -su asistente IA de escritura- en silencio y con bastante recelo.



Kilian es un exprofesor de secundario que ya no tiene que dar clases, ni siquiera a través del “Google Teaching Hologram”, al parecer las intervenciones pedagógicas humanas se volvieron innecesarias. Esto parece aliviarlo, suele referirse a sus alumnos como una “generación de ágrafos”, pero al mismo tiempo “gestionar la sensación de inutilidad” le resulta agotador. Sumido en una especie de depresión y encerrado sin salir de su departamento desde hace más de dos años, decide escribir otra de sus novelitas intrascendentes pero esta vez -y con cierta resignación- con ayuda de una inteligencia artificial.

Por otro lado, las demandas del feminismo parecen haber escalado a tal estado de delirio que por haber mirado detenidamente “unos segundos de más” a su vecina Anaís Midland -en alguna recreación virtual de los negocios del barrio (?)- obtuvo una sanción por “acoso ocular de género”.

A excepción de sus dolores persistentes de cadera, el paisaje desolador que observa a través de la ventana y algunos sonidos que provienen de sus vecinos o la calle, los registros sensoriales de Kilian pueden someterse a una duda cartesiana infinita.

Una noche, mientras pensaba detalles de la novela que se rehusó a compartir con Elián -por miedo a que este se la esté robando- y se disponía a cenar, oyó un grito seguido de un disparo. Con el antecedente de acoso, el asesinato de su vecina Anaís Midland lo convierte automáticamente en uno de los sospechosos, pero ¿qué hombre no sería sospechoso en un mundo donde casi no está permitido mirar al sexo opuesto? “Desde la calle llegaban algunos gritos, voces de rabia. La marea humana se extendía hasta más allá del puente. Hacía muchos años que no pasaba algo así. Debía haber más de cien mil personas, en su mayoría mujeres. Las consignas estaban relacionadas con Anaís Midland, pero de vez en cuando se oía algún reclamo contra el Xiaomi Neura, sistema cuyos algoritmos -se leía en un holograma- también responden al patriarcado. La policía se limitaba a observar y contener. No había ningún signo de que en algún momento fueran a poner en marcha el protocolo de seguridad".

 

Días después y sin dar aviso, Elián desaparece de la computadora. Sin entender cómo, un periodista le avisa por mail que su ADN fue encontrado en el cuerpo de la víctima. Desechada cualquier coartada decente, Kilian se ve obligado a huir hacia los límites de la ciudad, un territorio liberado para la experimentación y creación de órganos sintéticos, donde los pobres son despojos humanos que parecen moluscos y viven en los intersticios de fábricas abandonadas. Alguien decide mantenerlo a salvo, no está claro si su antiguo médico o algún alumno que lo reconoció antes de caer desmayado en el barro. La confusión de Kilian crece al tiempo que se debilita y le piden incesantemente que lea libros en voz alta.

“-Leer, leer, por favor libro.

En frente de él, el animalito necrótico había conseguido por fin articular unas palabras; pero Kilian tuvo una sospecha ducrotiana, como en los viejos tiempos de profesor. Algo en esa voz no estaba bien y entonces acudió a la pregunta de siempre: ¿a quién había que atribuir la responsabilidad de lo enunciado? ¿Podía ser que Elián estuviese ahí, cifrado en los circuitos cerebrales de esa cosa? La sensación ya no era la de estar siendo hablado 'por', como en Heidegger, sino escrito 'desde'; aunque ni siquiera estaba claro si se trataba de una 'sensación' o un 'déjá vu', porque la situación tenía también una dimensión 'espectacular' que volvía difícil adscribirla a una u otra categoría”.

Con esta nueva novela, Gonzalo Santos renueva una pregunta latente: ¿podremos, alguna vez, volver a escribir sobre el futuro con alguna dosis de esperanza sin caer en la ingenuidad?


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