El sueño de Schierloh

El cuento que sigue fue escrito por Sebastián Pelayo, quien imagina una travesía “Melvilleana”, en la que se embarcan conocidos escritores platenses actuales.

Una luz aloque, atenuada, que parpadeaba por la tormenta, mostraba, sin embargo, su figura. En rigor, su cabeza y su rostro; sus ojos níveos en el crepúsculo, y su barba, como de abejas.

Schierloh miraba al techo del camarote, como el centro estático de un sube y baja. No escuchaba la voz, ni sentía, el sacudimiento de Dubín, que había bajado, presuroso, trayendo el “bardo” entre ceja y ceja, (“como la marca indestructible de Santoro”).

“La luz al otro lado de las fauces”, se repetía a sí mismo Schierloh, ahora él parpadeante, por la insistencia de Dubín; “sólo significaba una cosa: seguir viviendo”.

*

Axat, tan pulcro como desprolijo, observaba con el telescopio a Sudeste. “Por la mañana releía el libro de Haroldo”, se decía a sí mismo, entre sonriente y preocupado; “y me sentía tan extraordinariamente feliz”.

“Pero ahora esto, paradojal y asombroso”, se exclamó; “bajo una lluvia que, más que caer, aporrea. (Ah, poética belli), debo agarrarme al palo mayor, único sostén en la cofa”.

“Aquello”, señalaba con un dedo; “semeja el casco de un barco, brillante a la luz del sol; aunque, el cielo está envuelto y flameante en un manto negro, como uno de esos muertos por el humo”.

“Desearía estar del lado ocupado del escritorio”, se lamentaba, cabizbajo, Axat, “y escribir lo que sucede, como si estuviera ocurriendo, curvado sobre la hoja”.

“Cómo, cómo”, invocaba en su cabeza, “aquella cola pavorosa, de doble filo; su andar, como un submarino, se acerca a nuestro barco”.

*

Pequeño era el barco, (aunque grande, si se me permite el exabrupto, en su motor). Y como el Orca, cuyo Quint fue devorado por un tiburón, misma desafortuna tuvo su capitán, coloreándose de sangre la eslora.

En sus días un pesquero, fue acondicionado por los poetas para la sola aventura (“réabhlóid filí”), y ahora yacía a la deriva, tras romperse el ancla cuando menos lo esperaban, saliéndose del rumbo previsto.

(“Ahora, yo mismo, a medias por causa de otra hambruna, a medias por seguir una profecía o espejismo, estoy a punto de zarpar”).

(“Las manchas de vómito y sangre perduran en el barco desde el tiempo del Genocidio. El aire del camarote, y todo, en verdad, está impregnado del olor a escorbuto.

Ahora, le tocaba otra tormenta; y se sabe, cada tormenta es diferente a la otra; esta tiene, envuelta en hoguera ajena, arponeada, el relámpago de Moby Dick”).

*

Dubín veía, con sus propios ojos, lo que sucedía con portentosa rapidez. Por la lluvia, frotaba una y otra vez sus anteojos, y una y otra vez decía, sin levantar la voz, balbuceando: “No es cierto. No es cierto”.

(“Lo que no es lo mismo que decir nevermore”, pensó para sí, sin embargo, aunque muy fugazmente, como en una resaca de “delirium tremens”, e irguiéndose. “En todo caso”, concluía, “más cercano me siento de Pym, pero sin la gangrena”).

 Acomodándose su largo pelo, que de todos modos se estrujaba en su rostro, Dubín, ya más acelerado, le dijo a Axat: “Voy a avisarles a Schierloh y a Duizeide”.

Y Dubín, salió disparado a la puerta del camarote, donde se topó con Duizeide. “A Sudeste, compañero, no es broma”, le dijo, agarrándolo del brazo.Y bajó, luego, la escalera, y viendo dentro a Schierloh, como a un sonámbulo, comenzó a llamarlo y a sacudirlo.

    

*

Duizeide, entre los relámpagos, y enfundado en su viejo saco de mercante y su sombrero de copa (que sostenía del enfurecimiento del viento), parecía Gregory Peck, tras aparecer, obscurecido, en su personaje de Ahab.

“No diré lo que pienso de Moby Dick, creo que ya lo he hecho, y no es lo importante (al cabo, al decir de Borges, es tan superficial como cualquier opinión)”, dijo Duizeide, e hizo una pausa, ajustándose el saco.

“Lo que importa, compañeros, es la ballena; y, creámoslo o no, está allí, eso mismo, acercándose al barco, “como un submarino”.

(“Detrás del castigado murallón, lejos del centro”, escribía en su cabeza Raninqueo, “la arena le gana una pulseada al río. Mi padre, abstraído en sus pensamientos, se deja abrazar por el agua, y con movimientos chaplinescos esquiva una mancha de petróleo”).

“Parece ser que se acerca con el afán, mitológico y sanguinario, de querer destruir nuestro barco”, continuaba Duizeide, ahora como irrumpido por atisbo invisible; “y con él, a nosotros”.

“Yo no estaría, sin embargo, tan seguro de eso. Verdaderamente, no estoy seguro de nada, salvo de aquello que toco con las manos y agita mi corazón; y que me da escalofríos pensar que pudiera ser falso”.

“Tal vez, después de todo, sólo esté huyendo de la tormenta, como lo haría cualquier perro, buscando un techo donde guarecerse”.

(“Tal vez, tal vez”, se decía a sí mismo Duizeide, como si entonara el estribillo de una canción esperanzadora).

 “Tal vez, al llegar hasta aquí, salte con toda su inmensidad y se pose, por así decirlo, en la cubierta. Clarísimo está que, en ese caso, también nos veríamos en problemas. Pero ya ven, de otra índole”.

“Sugiero estemos atentos para ambos porvenires. Pues que, de querer embestirnos, tendremos, mal que nos pese, que defendernos de Moby Dick; y de ser lo segundo, bueno; no se me ocurre a mí, más que hacer lugar y confiar en la fortaleza del barco”.

*

Axat miraba al cielo, como un trompo, hacia todos los frentes. (“Ni una sola estrella lograba atravesar la capa tormentosa que hervía sobre nosotros. Las nubes más cercanas parecían no mucho más altas que el palo mayor”).

 “Y por qué no se sumerge en lo más profundo, de donde debe haber salido; o como cualquier ballena”, dijo, sin poder evitar la risa, aunque entendiendo el sentido que exponía Duizeide.

“Yo no sé (lo cual no me legitima)”, continuaba Axat, anegado, “de ballenas que busquen reparo fuera del agua, por más terrible y temporario que sea el asunto; como no sé de perros que, por el contrario (y aun atendiendo una eventualidad x), busquen reparo dentro del agua”.

“Sí sé de perros en el cosmos”, decía ahora, visiblemente emocionado, y rompiendo el telescopio contra la cofa; “de perros cosmonautas, tan usados a la postre, como, a la vez, tan cubiertos de afecto, en sus habitáculos espaciales”.

*

(“Yo vi la noche oxidada”, se decía a sí mismo Raninqueo, “arrodillada, rezando sobre el puente; y más allá las luces del caserío (velitas de una torta oscura con galletitas de chapa brillando bajo la luna). Y más allá la muerte, con su disfraz de agua podrida del Riachuelo”).

“El perro no escatima absurdos por razonamiento”, se le ocurrió decir a Dubín. “Y tal vez sea este el caso, aun tratándose de Moby Dick. Asimismo, qué mal estaría haciéndonos. Incluso, es posible que tenga en cuenta el daño que pueda causarnos”.

“En fin”, decía Dubín; “creo que se nos ha ocurrido, antes que cualquier cosa, que Moby Dick solamente viene hacia nosotros a embestirnos, y no sólo por instinto (me viene a la cabeza, justamente, el ataque absurdo del Tiburón de Spielberg)”.

Tras lograr Dubín “despertarlo”, Schierloh salió del camarote, enfundado en una manta blanca, como de piel de oso.

“¿En son de paz o de rendición, Schierloh?”, dijo Axat, bajando rápidamente de la cofa, y puesto ya a despejar la cubierta que, por la tormenta, sin embargo, lucía casi despejada.

(“Me despertó el silbar del viento entre la jarcia, inconfundible. Arreciaba. En la atmósfera persistía el olor a azufre. Hacia el Oeste, se alternaban chisporroteos de rayos con claridades intermitentes y difusas. A lo lejos, apagados como tambores mortuorios, los truenos”).

*

(“Percute la lluvia el techo del pozo. Nadie a la vista, salvo la niebla que está borrando el Longdon. Ovejas del monte, de lejos parecen rebaños de nubes.

Brusco es el viento que empuja a un soldado herido en el monte. Dulce es el viento si no arrastra gritos y esparce la nieve.

(Oh, mis Haikus, ¡salgan volando de las ramas, acérquense a la orilla, cantemos juntos en los médanos!)”, se decía a sí mismo, temblando, Raninqueo. “¡BRAMA, FUSIL!”, gritó de pronto, guturalmente; “Festeja con nosotros el fin de la guerra”.

“Hay que sacar esto”, dijo Dubín, señalando un baúl, que ocupaba buena parte de la eslora. “¿Qué hay dentro?”, preguntó Axat, acercándose al baúl, como a un archivo, con gran curiosidad.

“A nadie se le ocurriría dejar a la intemperie, y a la inclemencia de la tormenta, los libros, ¿verdad?”, dijo Schierloh, con tal preocupación que parecía querer abrazar el baúl, abarcarlo, (y cargarlo, afectadísimo), como Queequeg llevaba su ataúd.

“Tranquilo, Schierloh”, dijo Duizeide, “deben ser los arpones”. Duizeide, como en otro estadío, se sentó entonces sobre el baúl y empezó a contar, como un matemático, embelesado, cuenta las estrellas.

“Han estado aquí como reliquia, desde que llegaron a La Plata”, contaba, “provenientes de Nantucket; gracias a un viejo lobo, ya desafortunado, que los trajo”.

“Y no se han expuesto, empero, por esas cosas que pasan (o no pasan) cuando pasan otras, en apariencia, más importantes, todavía más grandes que las mandíbulas de un megalodón”.

“Allí, deben estar”, dijo luego, parándose, y dirigiéndose decidido a la proa, arrastrando una capa de misterio, “arruinadas por las circunstancias, y el tiempo”.

Decía esto último Duizeide, cuando Dubín, sin que nadie lo mirase, abría el baúl, dejando al descubierto lo que allí se encerraba: armas de fuego, de gran calibre; y frío.

“Parecen bazucas, o algo por el estilo”, pensó Dubín, mirando a sus compañeros, que, a su vez, miraban dentro, con súbita expectativa.

“Esto es serio”, dijo Axat, más pronto que seguro; “y eleva el problema todavía más alto. Con esto, si así lo quisiéramos, podríamos volar por el aire a Moby Dick”.

“Pero nadie quiere matar a Moby Dick, ¿no es cierto?”, dijo Dubín, entonces; y recordó para sí, cierto inconveniente que lo aqueja:

(“Yo me enamoré del barrio; y escribí versos para los bravos amigos que me enseñaron a plantarme en la esquina, a pelear a lo macho, cara a cara, golpe a golpe; sentir la sangre bailándome entre los dientes”).

“El único que desea, realmente, matar a Moby Dick, es el Capitán Ahab”, decía Schierloh; “y aquí no lo veo, más que referencialmente. Aquí no hay, por fortuna, ni capitán ni subordinados; ni nos impulsan el oro o la fama”.

“Pues yo digo, que apostemos al barco”, dijo Raninqueo, a quien le decían el “mudo”, con gran entusiasmo y porte “aindiado”; de cojonudo de malón, que excedía, al fin, a su laburo.

(“Soy hijo de los días y de las noches y de las estaciones, hermano de las olas y de los vientos, de todos los animales y de todas las plantas. Y querría poder serlo también de todos los hombres aunque haya matado a uno.

Pero no soy, no quiero ser un buen salvaje. Soy un salvaje ilustrado”).

 “¡Raninqueo!”, dijo Schierloh, con grata sorpresa. Y Raninqueo, pintado su rostro con su propia sangre, volvió a hablar: “A 100 metros, Moby Dick lucha contra las olas, y pronto llegará aquí. Debemos estar listos”.

*

Tras lanzar rápidamente el baúl dentro del camarote, despejaron en absoluto la cubierta.Y cada uno se amarró a un balaustre, quedándose como en un silencio de siesta, esperando el arribo inminente de Moby Dick.

“¡Compañeros!”, gritó Duizeide; “¡ha sido un gran placer!”. “¡Ahí viene!”, grito, luego, Axat. “¡Lo mismo dig”, alcanzó a decir Dubín. “¡Aaaahhhhh!”, gritaron, en el instante decisivo, todos juntos.

*

Y entonces, entre los relámpagos, cubriendo con su blancura el cielo oscuro, y trayendo consigo grandes estelas de mar, Moby Dick volaba como un pájaro. Y, como si ya lo tuviera calculado, cayó pesadamente sobre la cubierta del barco, el cual soportó el peso abrupto, aunque haya quedado malherido.

Por un momento, nadie atinó a decir nada, todavía recuperándose de los golpes. Moby Dick, con un ojo sobresalido, respirando muy pausadamente, parecía agradecerles de corazón. Sin embargo, el barco ya se hundía, y con él sus navegantes y la ilustre visitante; y todos, aunque satisfechos, parecía vanos.

*

Fue Dubín quien primero vio, sobre el Este, la franja azul; y el sol que empezaba a asomarse, al mismo tiempo que aflojaba el viento. La tormenta (“al fin”), se alejaba de ellos, como si levantara su pie, y lo llevara, pesadamente, hacia el Norte.

“Al momento de despertar, Agamenón recordó el sueño; cuando pensaba respirar, moría sin aire”, dijo Axat, cuando ya comenzaba a flotar en el agua, y Moby Dick se hundía y emergía de vuelta.

(“Como un bote que, tras un vuelco de campana”, decía Schierloh, “vuelve a acomodarse, para ser abordado”).

*

“Subamos”, dijo Duizeide, “y veremos lo que sucede”.

 Y en efecto, Dubín, Axat, Duizeide, Raninqueo y Schierloh, treparon a Moby Dick, agarrándose como pudieron. Y a la espera, todavía, de qué haría la ballena, de a poco divisaron, no muy lejos, lo que parecía Tierra.

Moby Dick, entonces, comenzó su andar lento pero firme, cargando a los navegantes, ahora tripulantes de un extraño barco; “y que sólo escuchaban el ruido del mar, la efervescencia provocada por la leyenda; y sus lentas respiraciones, sigilosas, como en un lugar donde yacen escondidos”.

*

Así era, que la tierra se hacía más clara y grande. “Fantástico ser”, decía Schierloh, “que nos devuelves a la cuna. Soñaré día y noche contigo”.

“Dubín, ¿cómo es eso?, lo de la razón de tu lima”, preguntaba Axat, escarbando en su cabeza, tratando de acordarse.

Dubín, acaso el más asombrado, demoró en responder. Pero luego dijo, auscultándose, acariciando el lomo de Moby Dick, como el de un perro: “Un hecho dispar me quedó como yerra en la memoria”.

La tierra ahora era un gigante. Y Moby Dick se detuvo, donde ya no podía avanzar. “Hasta aquí, amigos”, parecía decirles; “o, de lo contario, voy a encallar. No querrán verme, supongo, encallada y devorada por las gaviotas”.

“Compañeros, llegó la hora de nadar”, dijo, entonces, Duizeide, acomodándose el sombrero. Y continuó: “es más bien corto el trecho, por lo que no nos va a atrapar, aun, el cansancio”.

Y cada cual, se despidió de Moby Dick, como si fuera en un abrazo de amigos, inabarcable, de despedida pero de pronto reencuentro.

*

“Aquella playa, desierta tras las olas; que el viento transita hacia el Norte, levantando la arena, es un camino”, decía Schierloh, ya dispuesto a lanzarse al mar; “bajo el sol, como una piedra brillante en el agua”.

(“Ah, ventura; laberinto de mis sueños de luminosas pesadillas, deja que vuele, desde aquí, el escritorio de Murray, en su máquina de escribir”).

“Lejos de Kronborg, en la gran y terrible soledad de Ross, escucho la caída de la nieve sobre Erebus, los pasos despiadados de un hombre de Scott”, decía Duizeide; y concluía: “Creo saber dónde estamos”.

“¡Kanaka!”, gritó para sí Raninqueo, en el aire como un pájaro, antes de sumergirse. “Kanaka, Kanaka, Kanaka, Kanaka”, se escuchaba, provenir de la profundidades, como el grito de un pájaro exótico.

Al asomar sus cabezas, un torbellino, “ciclópeo”, se dirigía hacia la playa.


Sobre el autor 

 

Sebastián Pelayo Murray es bisnieto de Rodolfo González Pacheco y nieto de Luis Alberto Murray, escribe mitad por herencia y mitad por sí mismo. A los 49 años, todavía no publicó "Poesía o Muerte", libro de poesías (del cual Duizeide tiene un original, a esta altura, mucho menos legible que un borrador o garabato) y está sumergido, entre otros proyectos, en la prosa (poética/collage) con "Argentina monstruosa". Vive en La Plata.

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