Entre la música y la barbarie (Diez notas sobre Satisfaction en la ESMA)

En esta oportunidad, Julián Axat escribe sobre la reciente aparición del libro “Satisfaction en la ESMA. Música y sonido durante la dictadura (1976-1983)”, de Abel Gilbert, y que acaba de ser publicado por Gourmet Musical Ediciones, en coincidencia con la conmemoración del 45° aniversario del último golpe de Estado en la Argentina


1. Susurros en La Cacha. Una de los recuerdos sobre la historia de la desaparición de mis padres tiene que ver con la música. Cuentan los testigos que los vieron en el CCD “La Cacha”, que estando en cautiverio junto con otros compañeros, trataban de sostenerse tarareando canciones por lo bajo, susurrándolas tabicados, mientras sus captores no los escuchaban. Una de esas canciones es la de Doménico Modugno, titulada “el hombre del frac”. Sé que a mi viejo le en-cantaba.  Hay veces que vuelvo a esa canción tratando de entender qué razón los hacía elegirla; quizás porque estaba de moda en la época, quizás porque en la letra (bastante melancólica, por cierto) se encuentra cifrado un destino. Quizás porque generaba cierto contrapunto con la sordidez  del contexto.

La cuestión aparece nuevamente y me trae a la reflexión a partir del reciente libro de Abel Gilbert que, creo, es uno de los libros más originales que he leído sobre la dictadura militar argentina 1976/83. “Satisfaction en la ESMA” pone el foco en situaciones que –por lo general– han sido pasadas por alto, y pertenecen al mundo de las sensibilidades, emociones y experiencias humanas. Esa ambivalente relación entre ética y estética. El Mal y la música.

En la producción de los registros de la memoria sobre el pasado dictatorial, se ha señalado que el terror ha sido visto, sentido, pero pocas veces escuchado. Paradójico, puesto que en un repaso fino de las declaraciones de víctimas y testigos, el verbo “escuchar” está todo el tiempo presente, y pertenece a un universo fundamental de reconstrucción de la memoria.

Aquí Gilbert repasa esos archivos (incluye los episodios de la vida musical argentina de esos años), los tematiza y resalta, intentando demostrar que el terrorismo de Estado fue una sutil maquina de producir sonidos (la idea de “dispositivo sónico” tomada de Foucault implica asumir cierta tanatología de la música) de la que el poder sacó provecho, no solo para disciplinar y reprimir, sino también para producir un cambio en la vida de la población.

El sonido y la música son hechos de la realidad que pasamos a veces por alto, pues en ese campo, se definen un conjunto de aspectos no evidentes (o evidentes para algunos) que hacen a la tensión de las cuerdas y el silencio. La música de las esferas que bajo el gobierno que ejerce el terror, aparece como la pregunta por el grito, el ruido, el susurro, el canto, el llanto y la melodía; sea a disposición de la víctima, del verdugo o la comunidad de los indiferentes y cómplices.

Para el romanticismo “lo sublime” ha querido ser una categoría demasiado pura, pero a la luz de los hechos que conectan la música con las masacres (y sus receptores), no deja de ser algo mundano, empapada de las miserias del mundo. La ruptura del silencio por parte de la modulación de un sonido que irrumpe en un contexto donde rige el mal radical, produce tal efecto en donde la música pierde su parte neutra, y se transforma en pieza de barbarie. No hay recepción del arte fundada solamente en el disfrute ingenuo de lo bello, como no hay descripción inocente de un sonido.

Aun cuando se trate de una melodía de Bach, Beethoven Mozart, o los Rolling Stone, se intercalan al alarido de una persona desgarrada que está siendo torturada o intenta resistir al dolor (el victimario intenta tapar el grito poniendo música de fondo a todo lo que dá, la víctima grita una canción para no tener que confesar). En el dispositivo sónico del terror, esa superposición de planos viaja como sonido a la sensibilidad de la comunidad contingente de receptores para producir daño. Y hacen al cuadro –imperceptible– de perturbación general, potenciando el malestar en la cultura. Y –en cierta forma, a la larga– son esos signos los que quedan guardados en la memoria.

 

2. El oído obturado de los vecinos de Núñez. Si el poder puede utilizar la música a su favor, no habrá descripción inocente de un sonido y el espacio musical podría convertirse un campo de tensión entre verdugos y víctimas. La lucha por la vida es también la lucha por el sonido, el timbre, la voz, la escucha y el silencio. El lugar en el  que la sociedad debe tomar partido, pues recibe los efectos y coletazos de esa batalla; sea también como víctima o como comunidad perpetradora-reproductora de la modulación en el grado de silencio y grito que es capaz de tolerar-negar.

Es decir, la sociedad civil como caja de resonancia (¿escuchan la tortura de los sótanos de la ESMA los vecinos de Núñez, o eran demasiado sordos como los vecinos alemanes de los poblados de Auschwitz?). ¿Quién sabía que el hit Satisfaction de los Rolling Stone, re-tumbaba en el Wincofon de los sótanos de la ESMA? Solo algunos sobrevivientes. Y los testigos que ya no lo pueden contar… 

Si el poder puede utilizar la música a su favor, la economía de los decibeles forma parte de un dominio específico y la literalidad del concepto “Satisfaction”, que supone a un verdugo altamente cruel, demasiado perverso a la hora de ejercer la tortura. Sofisticado por esa clase de sadismo musical desplegado que “se satisface” y “se” brinda “satisfacción” con el dolor ajeno. Algo que en un lugar como la ESMA –sabemos– era posible.


3. El hilo invisible entre la ESMA y la OSMA. Nuevamente pienso en mi madre y mi padre y en sus compañeros maniatados en abril de 1977 en el CCD “La Cacha”, tarareando bajito “el hombre del frac” de Modugno (… es ya la medianoche/ se apagan los rumores/ Se apaga hasta el letrero de ese último Café/ La calle está desierta, desierta y silenciosa…

De la misma forma pienso en la música como vitalismo. Allí está el rock nacional durante la dictadura tal como lo relató Sergio Pujol hace ya varios años, en su ya clásico “Rock y dictadura” (Emecé, 2005) y que Abel Gilbert retoma demostrando cómo –en línea con las tesis de Esteban Buch– en paralelo al terror, el reverdecer del rock nacional funciona como mecanismo de respiración artificial.  Quizás en esto, Gilbert vaya un poco más allá que Pujol; pues al introducir los elementos conceptuales de la escuela de Frankfurt, aquello que es nacimiento y celebración (musical), también es puesta en cuestión como crítica de toda cultura musical dentro de una misma racionalidad instrumental.

Y en esa crítica, la cultura musical se comunica entre el espacio y tiempo. Así entre el edificio del Batallón 601 y el Teatro Colón hay solo un par de cuadras, y la representación entre ambos lugares, es también la de un teatro de operaciones y coincidencias sonoras. También entre la música que se escuchaba y era utilizada en los sótanos de la ESMA, y la escena del rock había una distancia mínima. ¿Un puente? ¿Cuál era el hilo invisible que conectaba a la ESMA y al Estadio de OBRAS (la OSMA)?

Entre la Avenida del Libertador al 8151 y Libertador al 7395, hay solo 700 metros. Esos 700 metros aparecen como la distancia que el 8 de noviembre de 1978, en la presentación del primer disco de Serú Girán, separaban a la vida de la muerte.


4. Música y Holocausto. Hace varios años conseguí el libro de otro “Gilbert”. Se trata de Shirli Gilbert, titulado “La música en el Holocausto” (eterna cadencia, 2010). Una obra emparentada en algún punto con “Satisfaction en la ESMA”, que estudia la vida musical en las comunidades de prisioneros del nazismo, desde los guetos de Vilna y Varsovia, hasta los campos de concentración y extermino como Auschwitz.  Shirli demuestra de qué modo las orquestas, grupos de cámara, coros, teatros y cabarets formaron parte de la vida cotidiana en esos lugares. El ejercicio de la resistencia musical como elevación de la vida ante la muerte.

Pero el mal radical también se oponía con su música. La maquinaria nazi la utiliza a su favor para estetizar su propio dominio instrumental (Gilbert tratará este tema en el capítulo titulado “los usos siniestros de los sublime”). En ese pacto fáustico los jerarcas celebraban su poder a través de las operas de Wagner, la Quinta sinfonía de Beethoven, las Valkirias. La música que exaltaba-extasiaba la sed del Führer, de Alfred Rosemberg y Reinhard Heydrich. La música utilizada por el verdugo para justificar la “solución final”, como una de las bellas artes.

 

5Sonata del verdugo y víctima. Tocar durante el tormento. Tocar cerca de los crematorios. Es la banda militar compuesta prácticamente por judíos que describe Primo Levi en el comienzo de su trilogía y que lo levantaba cada mañana al orden del Lager (el momento de “la normalidad” como el verdadero horror del campo, dice Giorgio Agamben, citado por Abel Gilbert).

Es también el poema de Pal Celan, Todesfuge, “Muerte en fuga” de 1945 (Gilbert. Pág. 79), calcando la estructura musical de la fuga en A-Birkinau: “Cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho/ y brillan las estrellas silba a sus mastines/ silba a sus judíos hace cavar una fosa en la tierra/ nos ordena tocad a danzar/ hincad los unos más hondos las palas los otros seguid tocando a danzar/ grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire”. 

Abel Gibert no lo menciona, pero irrumpe en mi mente el capitán de las S.S., Wilm Hosenfeld, quien una noche de 1943 se encontró con el pianista judío Wladyslaw Szpilman en el medio del gueto de Varsovia, y en vez de exterminarlo, pidió probar su condición de músico, a lo que Szpilman, tocó el “Nocturno en cis moll” de Chopin.  Entonces, el nazi conmovido, lo ayuda a fugarse del horror. La escena  recreada por Roman Polanski en la película “El pianista”, que en 2003 obtuvo el “Oscar”, no deja de ser la obsesión de un director en su demostración que, hay veces que el Mal, salva al Bien (otra Lista de Shindler). 

Polanski se equivoca en “El Pianista” y estetiza el horror. En esas circunstancias el verdugo y la víctima no se igualan frente al arte, y si el dialogo fuera –acaso– posible, sería el de dos personas en distintas posiciones, que sienten el arte en sus máximas pulsiones, pero bajo una especial contingencia, donde “lo sublime” desaparece por completo, y solo queda la miseria y crueldad del genocidio.


6.  Estrella o Ginastera. A los colaboracionistas Alberto Ginastera y Palito Ortega, podríamos contraponer  la figura de Miguel Ángel Estrella quien, al ser secuestrado por la dictadura, padeció el ensañamiento de sus captores por el hecho de ser pianista: “vos nunca más vas a tocar el piano” le decían mientras le martillaban las manos y amenazaban con cortarle los dedos. Pero fue Nadia Boulanger, quien pidió y se jugó por la suerte de su antiguo alumno Miguel Ángel; y no el bandoneonista y compositor Astor Piazzola, quien prefirió apoyar al golpe ofreciendo sus servicios para exportar el tango al mundo.

 

7. Cómo hacer música después de la ESMA. Parafraseando el dictum de Adorno sobre la poesía después Auschwitz, podríamos decir a partir del libro de Abel Gilbert: ¿cómo hacer música después de Satisfaction en la ESMA?

Si el “campo” estaba en todas partes, en ese contexto también estaba en toda la música que reproducía el cuadro social (el cuadro de los sonidos hacen al cotidiano de los cuerpos). También Gilbert intenta darse una respuesta a sí mismo, pues él mismo estaba presente en el estadio de Obras escuchando a Serú, aquel 8 de noviembre de 1978, mientras, a solo 700 metros, Cristina Aldini era salvajemente torturada en la ESMA.

Es George Steiner, quien le da cierta clave a Gilbert (cito textual en el libro, Pág. 187): “… No son muchos los que se formularon o comprendieron la cuestión sobre las relaciones internas de las estructuras internas de lo inhumano y la matriz contemporánea de una elevada civilización. Sin embargo, la barbarie que hemos experimentado refleja en numerosos puntos la cultura de que procede y a la que profana. Empresas artísticas e intelectuales, el desarrollo de las ciencias naturales, muchas ramas de la erudición florecieron en estrecha proximidad espacial y temporal con las matanzas y campos de la muerte… Nadie impidió que en Dachau, en el cercano mundo, a 13km del campo donde por primera vez se probó y refinó el sistema de tortura, terror y exterminio, se desarrollara el gran ciclo de invierno de la música de cámara  de Beethoven…”.

Después de la ESMA, no hay música que no salga herida.


8. Violines de la CIA. Aunque en los manuales de la CIA del buen torturador, ya figuraban técnicas de tortura –con y sin contacto– a través del (ultra) sonido y la perturbación auditiva. Como bien cuenta Gilbert (cap. Ludovico), William Burroughs, Antony Burguess y Stanley Kubrick, tan solo ilustraron el desarrollo de las llamadas “técnicas de interrogación especiales mejoradas”, eufemismo que –desde hace años– se practica en Guantánamo y Abu Grahib, para arrancar confesión y desmoralizar a los prisioneros encarcelados bajo la excusa de terrorismo. La sonoridad del mal es el dispositivo que se reactualiza.

 

9. El sonido oculto del terror. “El canto nos ha llevado al campo –los campos– al teatro –Teatro Colón– a través de un impulso asociado a la voluntad de hacer confesar”, dice Gilbert; y pienso en los audios de sesiones de tortura que fueron almacenados en cintas que proveía el Estado, y que luego fueron escondidos en algún sitio que –aun después de 45 años– no pudimos hallar (los audios del CCD “La Cacha”, tal como transcribe Gibert de la declaración testimonial de Ana María Caracoche de Gatica -Pág. 63-, compañera de cautiverio de mis padres, que se dio cuenta que la grababan con una cinta magnetofónica mientras la interrogaban).

La Acusmática de los expedientes. El mal de archivo sonoro. El Archivo secreto de la dictadura. La escucha oculta. La vigilancia del terror encriptada en una base panóptica de lo sonoro. ¿Registro de voces que traerá la muerte?


10El monstruo sonoro sumergido.  El “dispositivo sónico” del proceso de reorganización nacional fue una racionalidad instrumental, una técnica –más– del sistema genocida, para generar terror sobre las víctimas y la población civil.

Los rastros sonoros son parte de la memoria de un pueblo; en este caso los vestigios del genocidio escondido y dormido. Como monstruo marino acústico sumergido en lo profundo del abismo oceánico de nuestras consciencias.

¿Qué vuelve de ese pasado ominoso en el registro de lo sonoro? ¿Música, proclamas, fanfarria, ruidos, balbuceo, llanto, gritos, espanto o –acaso- el más puro y profundo (estremecedor) silencio? (de lo que no se puede decir, es preferible callar, decía Ludwig Wittgenstein)

¿Cómo traer al presente aquel sistema sónico y volverlo demasiado consciente. Deconstruirlo pieza a pieza, desmontándolo y demostrando su funcionamiento en nosotros mismos?

¿Qué música o sonido llevará guardada en la memoria mi generación, nacida en el medio del horror de esos años?

 Preguntas que el magnífico libro de Abel Gilbert nos provocan, y nos ayudan a responder.


Sobre el autor: Julián Axat, es escritor y abogado


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