La derrota de Estados Unidos reabre viejos conflictos

OPINIÓN. La catastrófica retirada norteamericana de Afganistán abre un período de duración incierta en el que países como Argentina y Brasil gozan de una imprecisa, probablemente amplia, autonomía.


Mao Zedong enseñaba que “el imperialismo es un tigre de papel”: parece feroz y amenazante pero, si uno lo mira de cerca, se da cuenta de que está hecho de papel. Cuando entre marzo y julio pasados se sucedieron los viajes de altos funcionarios norteamericanos por América del Sur, muchos analistas advertían sobre la presión que la Casa Blanca estaba ejerciendo, particularmente, sobre los gobiernos de Brasil y Argentina. En el primer caso, para frenar sus ímpetus dictatoriales, impedir el llamado a licitación para la red de 5G que irremisiblemente ganaría Huawei y para aminorar la deforestación de la Amazonía. En el segundo, en tanto, para obstaculizar la construcción de las represas en Santa Cruz por un consorcio de empresas entre las que está la china Gezhouba, bloquear la construcción de Atucha 4 y propiciar la firma de un acuerdo con el FMI que incluya, al menos en parte, los habituales condicionamientos estructurales de la institución.



 El cuco que tanto asusta a EE.UU.


Tanto la dictadura militar bolsonarista como el gobierno nacional y popular argentino eludieron las definiciones. Jair Bolsonaro y el alto mando, porque quieren tener las manos libres, para, llegado el caso, apretar las clavijas represivas y encarar el negocio con Huawei sin presiones externas. Alberto y Cristina Fernández, en tanto, para soslayar la presión del FMI que quiere un rápido acuerdo sobre la deuda contraída por Mauricio Macri, de modo de echar tierra sobre el asunto y eludir la rendición de cuentas por las responsabilidades internas. Ambos gobiernos tuvieron razón y ahora pueden tomar la iniciativa, aunque al hacerlo se distancien y rivalicen por el predominio regional.

Cuando el 29 de febrero de 2020 Donald Trump firmó con los talibanes el acuerdo de Doha, se comprometió a retirar las tropas de Afganistán hasta principios de mayo de este año, a cambio de que las partes internas negociaran la paz y los talibanes se obligaran a impedir que organizaciones terroristas tomaran el país de Asia Central como base para sus operaciones contra los vecinos. Para ser efectivo, empero, el acuerdo suponía no sólo el fortalecimiento del Ejército Nacional Afgano, sino también que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN mantuvieran una capacidad de respuesta flexible que les permitiera intervenir rápidamente si la situación se deterioraba.

Por el contrario, después de la caótica transición en Estados Unidos, concentrado como está en agudizar el enfrentamiento con China, el gobierno de Joe Biden postergó cuatro meses la retirada de Afganistán, y luego la ordenó sin preocuparse por los detalles. Toda la comunidad de inteligencia, sin excepciones notables, siguió confiando en el big data más que en los informantes de a pie, el Pentágono se durmió sobre las toneladas de caro equipo hipermoderno entregado al ejército afgano y la Casa Blanca dejó hacer.

Los talibanes sacaron las conclusiones correctas: sin la presencia norteamericana el gobierno de Kabul carecía de poder. Corrupto y ladrón hasta los tuétanos, había desfinanciado a las tropas y a la policía, estaba identificado con el crimen (especialmente el tráfico de opio) y la exacción feudal y era ineficiente e incapaz para resolver las cuestiones más elementales. En realidad, los talibanes no atacaron, sino que sólo marcharon hacia las ciudades que sus enemigos abandonaban sin lucha y caían en manos de sus “células dormidas” como manzanas maduras.


 Las fuerzas especiales de los talibanes desfilan por Kabul – 20-08-21


Más allá de un amplio espectro de generales y almirantes, así como espías de toda laya, la catástrofe tiene tres responsables inmediatos: Jarek Sullivan, jefe de asesores del Consejo de Seguridad Nacional, Antony Blinken, secretario de Estado, y Lloyd Austin, secretario de Defensa. Para no hablar del propio Joseph Biden, que a esta altura ya es inimputable.

Seguramente Raytheon Technologies no va a dejar caer a su hombre en el Pentágono. Carece de sentido, asimismo, gastar energía en deponer a un presidente que apenas puede leer un teleprompter. Pero las cabezas de Sullivan y Blinken están a disposición. Por ahora no asoman relevos, pero ya entraron en la lista de espera. Sus órdenes y disposiciones valen tanto como papel mojado.

Éste es el momento que el alto mando brasileño y los Fernández avizoraron: hasta que el Imperio haga el balance, reencuentre el rumbo y recomponga sus equipos de dirección, se abre un período de duración incierta en el que los países a él subordinados gozan de una imprecisa, probablemente amplia, autonomía.

Claro que, ¡oh constatación!, se trata de proyectos antagónicos. La dictadura militar bolsonarista propicia la expansión permanente de la frontera extractiva, la delegación del poder estatal a los nuevos bandeirantes empresarios, traficantes de todo y especuladores. Su presión sobre la Amazonía peruana, boliviana y venezolana así como sobre la Cuenca del Plata irá en aumento. La bajante del Paraná es sólo un preanuncio de lo que sobrevendrá, cuando Brasil y Paraguay en 2022 renegocien el Tratado de Itaipú (vence en 2023) y probablemente privaticen la represa en beneficio de la familia Bolsonaro y sus amigos.

El eje andino es una de las alternativas que Argentina puede esgrimir, para escapar a la presión recolonizadora de Brasilia. Ayudar con instrumentos de cooperación sanitaria y policial a la consolidación de los gobiernos amigos en La Paz y Lima sería en interés propio, tanto como cooperar con el diálogo entre el gobierno y la oposición venezolana. Sin embargo, no basta con manifestarnos “comprensivos” con la necesidad uruguaya de estrechar vínculos comerciales fuera del Mercosur. Es preciso disuadirlos de esa tentación, ofreciéndoles –al igual que a Paraguay- proyectos comunes de infraestructura que creen trabajo e inversiones. Sólo así nuestro país tendrá instrumentos de presión suficiente, como para evitar que sean seducidos por la presión brasileña.

Chile merece un capítulo aparte. Tanto el futuro de su Constituyente como el de su elección presidencial son inciertos. Su oligarquía está en retroceso, pero es experimentada y astuta. Por el contrario, su movimiento popular todavía está desunido y sus líderes lucen muy ingenuos. También en este caso los proyectos binacionales de infraestructura pueden ayudar a ganar lealtades, pero requieren un intenso trabajo de persuasión, para vencer recelos y resquemores largamente cultivados por la oligarquía en su opinión pública.

Finalmente, no hay que descuidar el trabajo sobre el frente interno brasileño. El embajador Daniel Scioli viene haciendo una parte muy importante, atrayendo a cámaras empresarias temerosas del aperturismo neoliberal de Paulo Guedes, pero es preciso incidir sobre su opinión pública democrática.

Nada puede oponerse al despliegue y desarrollo de nuestras capacidades defensivas, principalmente en el frente fluvial y marítimo. Todos los esfuerzos en mejorar nuestra logística e infraestructura de transportes y comunicaciones serán poco. Desde Clorinda hasta el Polo Sur puertos y vías navegables, astilleros y buques deben intensificar la circulación vivificante y unificadora. El apoyo en tierra, desde el aire y desde el espacio debe integrarse como un todo.

Para poder implementar este programa en el paréntesis que nos deje la crisis imperial, debemos ganar tiempo. El acuerdo con el FMI puede esperar al momento en que tengamos toda la maquinaria en marcha, especialmente a que tengamos la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Entonces pagaremos como podamos y cuándo podamos.

Argentina no ha elegido reavivar la rivalidad con Brasil, pero el desastre norteamericano y la huida hacia delante de la dictadura brasileña nos la imponen. Debemos afrontarla, buscando el diálogo y reconstruir la unidad del Mercosur, pero sin ser inocentes. El espacio ahora abierto al despliegue del poder nacional debe ser utilizado para avanzar en la integración regional y continental, con quién se pueda y cómo se pueda. Cuando la Historia pasa por la puerta, hay que aferrarse a su manto y marchar con ella.

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