La Librería: La lengua alemana, de Julieta Mortati

Entrar a una librería y preguntarse: ¿Qué leo? ya no es un problema. Acá te pasamos información de lo más destacado de la industria editorial argentina.

La lengua alemana, la ópera prima de Julieta Mortati (Buenos Aires, 1984), la rompe. Sí, y lo repito: la rompe. Se puede decir que tiene cierta cercanía con la novela de aprendizaje decimonónica pero, en este caso, cuenta las vicisitudes de una joven, bien siglo XXI, que se lanza a la aventura por amor. También es un texto bello, cargado de escenas e imágenes capaces de generar en el lector la sensación de estar ahí, con esa luz (o falta de luz), con ese frío, en esos espacios, viendo todo por primera vez, tal y como la protagonista.

La lengua alemana fue publicada por Emecé y Notanpuan en abril de este año. La autora, responsable del sello Tenemos las máquinas y co-fundadora del proyecto editorial PAM, utiliza materiales autobiográficos para reconstruirlos, quizás reconciliarlos, bajo la capa protectora de la ficción.

Es, también y sobre todo, un texto muy íntimo. Está escrito en segunda persona, algo para nada recurrente en la literatura, y el destinatario es su amante. Desde el principio, uno cree que está leyendo algo que no le corresponde, algo que fue escrito solo para ellos dos. En una entrevista, Mortati dice que pensó la novela como una “carta larga” y eso nos encanta.

“¿Y si nadie me pasa a buscar? ¿Y si al vernos no nos gustamos? ¿Y si nos llevamos pésimo? O, peor, ¿y si nos enamoramos demasiado?”,  se lee en el comienzo de la novela y entonces entendemos que acá hay verdad. Que lo que vamos a leer no está endulzado, que ese amor que surgió una noche de verano y que pareció desafiar convenciones y distancias geográficas es verosímil.

Cuando la protagonista, en un arranque de romanticismo, llama a su amado a las 11 de la noche esperando una respuesta acorde a semejante acto de amor, él solo le dice que es una desubicada, que ese no es un horario para llamar a la casa. Esas cosas vuelven el texto “real” y un poco triste. No encontramos elementos que nos hagan pensar en un “y vivieron felices por siempre”, tampoco nada que nos asegure lo contrario, pero sí una capa de tristeza que recubre todo, el dolor del exilio se cuela hasta en los momentos más felices.

Como una forma de recordarnos de que hay artificio, y como una especie de anticipación de la resolución de la relación amorosa, la autora inserta citas de Germania —un libro que el historiador romano Tácito escribió en el siglo II para describir el paisaje geográfico y humano de esas tierras lejanas y desangeladas—, que hacen las veces de una voz que dice lo que la narradora no quiere responsabilizarse de decir.  

El texto avanza y los lectores reforzamos el pacto de lectura con pequeños souvenirs que la escritora y editora elige dejar entre sus páginas. Boletos de colectivo, de avión, facturas de compras diversas, fotos, citas, recortes. Pequeños detalles del día a día de esta estudiante de Letras y periodista que llega a Berlín con los ahorros de toda su vida, unos 500 dólares, a ser feliz.

“Estudiar un idioma extranjero y vivir afuera es parte de las enseñanzas de la vida”, le dijo su novio alemán para convencerla de dejar toda su existencia adulta embalada en unas cajas abandonadas en el altillo de la casa de su padre y viajar al otro lado del planeta. Es a ese mandato a lo que responde la protagonista de la novela que, al igual que la autora, vivió unos años en Berlín.

¿Fue todo así como lo cuenta? ¿Son reales los registros de su paso por el país de Goethe? No nos importa, solo nos queda la sensación de que, tal como dijo Samanta Schweblin, no es necesario aprender alemán para vivir intensamente Berlín y Mortati nos lo deja bastante claro.

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