Los alcances de la crisis política brasilera

La destitución de Dilma Rousseff fue interpretada como un caso típico de inestabilidad presidencial; la detención de Lula da Silva es un indicador del deterioro del régimen democrático.

Por: Javier Cachés

 “Lula es el político más popular de la tierra”. La frase, de abril del 2009, no la pronunció Dilma Rousseff, sino Barack Obama. El elogio ilustra bien el reconocimiento y la admiración que las elites locales e internacionales le prodigaban al líder del Partido de los Trabajadores (PT) hacia el final de su segundo mandato presidencial. Y genera un fuerte contraste con los acontecimientos de las últimas semanas en Brasil.

Si la historia de la destitución de Dilma es la historia del colapso del presidencialismo de coalición brasilero, la de Lula es la del deterioro del régimen democrático. El gigante latinoamericano se caracteriza por tener el Congreso más fragmentado del mundo. La fragmentación partidaria favorece la ingobernabilidad, porque dificulta la formación de mayorías legislativas. Y un presidente en minoría es un presidente en aprietos.

El problema se agravó con el paso del tiempo. Fernando Hernique Cardoso necesitaba cuatro partidos para alcanzar la mayoría absoluta en el Congreso; Lula precisaba 12 fuerzas al final de su segundo mandato; Dilma llegó a requerir 20 partidos. La atomización empantana toda negociación y encarece el costo de hacer política.  

En Brasil las organizaciones partidarias no solo son muchas, sino que  también son indisciplinadas. Como la integración de las Cámaras es con listas abiertas, los legisladores no les deben obediencia -como en Argentina, donde hay listas cerradas- a los líderes partidarios. Acceden al Congreso en virtud de su popularidad, todo lo cual complica la coordinación entre bancadas. Esto explica que en vez de tener de interlocutor a un CEO de los gobernadores como Miguel Ángel Pichetto, los presidentes en Brasil deben negociar con el payaso Tiririca.

A mediados de los ´90, los brasileros encontraron una fórmula para moderar la inestabilidad producida por la atomización partidaria. Se le llamó presidencialismo de coalición. Mediante este arreglo importado de los sistemas parlamentarios, los presidentes comenzaron a abrir su gobierno a fuerzas aliadas. A través del loteo de ministerios a otros partidos, Cardoso construyó una coalición que le permitió contar con mayorías legislativas relativamente estables. Para superar el desafío de la fragmentación del Congreso, se apeló al Poder Ejecutivo como una instancia de pagos políticos y refuerzo de lealtades. Esto explica que en las últimas dos décadas no haya habido inflación en la economía, pero sí en los ministerios: de 17 carteras a comienzos de los ´90 se pasó a 39 en 2015.   

Con este esquema, Cardoso combinó crecimiento económico con sustentabilidad política. A partir de 2003, Lula le sumó a esta fórmula inclusión social, con un programa que sacó de la pobreza a alrededor de 40 millones de habitantes. Ante un ciclo económico internacional más adverso, el desgaste de un PT que acumuló denuncias de corrupción y un liderazgo desteñido, la base de poder de Dilma Rousseff se desplomó. El promotor de su destitución fue su principal aliado, el PMDB de Michel Temer y Eduardo Cunha. Sin coalición presidencial no hay presidencialismo de coalición.

A pesar de la debilidad de la denuncia por “pedaleadas fiscales”, la caída de Dilma fue interpretada como un caso típico de la nueva inestabilidad presidencial en América Latina. Desde la década de los ´90, los mandatarios impopulares enfrentados con el Congreso en contextos de recesión económica y movilización ciudadana son removidos de sus cargos a través de juicios políticos. A diferencia de lo que ocurrió durante gran parte del siglo XX en la región, bajo la nueva inestabilidad se sacrifica al presidente para preservar el orden democrático.

La crisis brasileña, se dijo en 2016, es de gobierno pero no de sistema. La reciente detención de Lula hace dudar sobre la naturaleza de la actual crisis. La celebración de elecciones libres no es condición suficiente pero sí necesaria para que un régimen sea considerado democrático. El encarcelamiento del candidato con más intención de voto sin que haya pruebas fehacientes de delito, por parte de un poder judicial públicamente condicionado por el partido militar, obedece más a un retroceso democrático que a un operativo de regeneración institucional.

Desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de los quiebres democráticos no se dan ya a través de golpes de estado o asonadas militares, sino mediante la actuación de gobiernos electos que van adquiriendo de forma sigilosa pero persistente reglas autoritarias. Muchos colapsos democráticos ocurren dentro de las instituciones. Son “legales” en virtud de que son aprobados por las legislaturas o los tribunales. Esta es la tesis de los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Está pensada para experiencias como las de Hungría o Venezuela, pero describe bien lo que pasa en Brasil.

Max Weber explicó hace tiempo que el carisma es un atributo intransferible. La autoridad de ciertos liderazgos emana de las características personales de los políticos. Por eso, con Lula fuera de carrera, su popularidad no es fácilmente trasladable a otros candidatos. Ante este vacío de representación, el dirigente que asoma con más probabilidades de vencer en octubre es un exmilitar. Es un modo curioso pero coherente de cerrar el círculo del Lava Jato. Una ofensiva orientada a reforzar el carácter elitista y desigual del sistema político brasilero está arrojando como principal emergente a un candidato autoritario y racista como Jair Bolsonaro. 

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