Los olvidos de la protección social: los desocupados mayores de 50

En las últimas décadas los sistemas de protección y seguridad social de prácticamente toda América Latina, pero en especial en Argentina, se han reconfigurado hacia un relativo abandono del patrón contributivo. En esencia, nuestra protección social sigue sostenida principalmente por la estructura del trabajo, la cual contempla como mecanismos compensatorios a la invalidez, la jubilación y el desempleo de corta duración, además de las asignaciones familiares para los hijos de los trabajadores.

En las últimas décadas los sistemas de protección y seguridad social de prácticamente toda América Latina, pero en especial en Argentina, se han reconfigurado hacia un relativo abandono del patrón contributivo. En esencia, nuestra protección social sigue sostenida principalmente por la estructura del trabajo, la cual contempla como mecanismos compensatorios a la invalidez, la jubilación y el desempleo de corta duración, además de las asignaciones familiares para los hijos de los trabajadores. Sin embargo, mediante mecanismos más o menos formales e institucionales las políticas concretas han ido cambiando. Algunas políticas sociales no contributivas se han institucionalizado, como la Asignación Universal por Hijo, otras tuvieron su auge y hoy están en rediscusión, como las moratorias previsionales y otras conjugan elementos no contributivos con contraprestaciones, como los distintos programas de inserción laboral.

Este giro tiene como base el relativo abandono de los sueños de una sociedad de pleno empleo registrado, que regían en la era de la industrialización por sustitución de importaciones. El modelo económico y social de la Argentina de los años cuarenta hasta los setenta se cimentaba en un alto nivel de empleo registrado y la tendencia a la unificación de las protecciones sociales atadas al contrato de trabajo. En una sociedad de pleno empleo, la protección contributiva se vuelve universal. Si el neoliberalismo desestructuró las utopías y propuso una sociedad organizada por el mérito individual y nada más, su caída hacia el cambio de milenio implicó el germen de un nuevo paradigma: la sociedad salarial de antaño no existe más, el mercado de trabajo formal no va a incorporar a la totalidad de la población y, entonces, son necesarias políticas de otro tipo, no contributivas, más amplias, quizás universales. Sin embargo, esta transición es aun incompleta y eso se expresa en los olvidos vigentes: grupos sociales aun desprotegidos, fuera del mercado de trabajo formal pero también excluidos de la política social vigente.

El mercado de trabajo de hoy tiene muchas diferencias con el de hace cincuenta años. Principalmente, es mucho más heterogéneo, tanto entre ramas y firmas como al interior de cada rama o firma. La diferencia de salarios entre operarios y gerentes es muchísimo más alta, y mucho más aun si contemplamos la descentralización internacional de la producción y comparamos los ingresos de un trabajador de un país periférico con los de un CEO de un país central, incluso en la misma empresa. Mientras algunos sectores, sobre todo industriales, permanecen en un esquema laboral con turnos fijos, salarios por convenio, sindicatos y estabilidad, en otros se imponen la flexibilidad y la incertidumbre y el trabajo a demanda, comisión o destajo, con las economías de plataformas como puntas de lanza. Así, la precariedad, el cuentapropismo y la informalidad, que crecieron en los años noventa al calor de la marginalidad y la pauperización, del cierre de fábricas y de los recortes de personal, hoy son en sí mismas heterogéneas: a veces se presentan como una flexibilidad favorable al trabajador (ser tu propio jefe), como un signo de modernidad o como un eslabón de cadenas más amplias. La sociedad salarial ya no es lo que era y seguramente nunca volverá a serlo. Pero las estructuras institucionales de protección social se adaptan demasiado lentamente a este (ya no tan) nuevo escenario.

En este contexto, centralizándose la protección no contributiva en los niños y en los ancianos, hay dos grupos sociales particularmente excluidos, uno de ellos particularmente carente de protección: los trabajadores jóvenes, entre 18 y 25 años, y los trabajadores más viejos, entre 50 y la edad de retiro. Las tasas de desempleo son sustancialmente mayores en los más jóvenes. También lo son los salarios medios y el porcentaje de trabajadores en condiciones de informalidad. Sin embargo, existen políticas sociales específicas, que van desde servicios de empleo hasta subsidios para la terminalidad educativa o la matriculación en educación superior. Por otro lado, si bien la tasa de desempleo es más elevada, las posibilidades de conseguir trabajo estando desempleado no son relativamente menores. Este sí es el caso del otro grupo, del que se habla relativamente poco: los adultos desempleados en edad de trabajar relativamente próximos a la jubilación, pero a los que todavía les faltan algunos años para jubilarse y están en perfectas condiciones físicas y mentales para seguir trabajando.

En abril del año pasado, recién iniciada la pandemia y con un cierre de actividades casi total, el gobierno se vio obligado a intervenir sobre los ingresos de los hogares para asegurar que las familias pudieran hacer las cuarentenas sin poner en riesgo su sustento económico. Así, en el caso de los trabajadores registrados, en primer lugar se obligó al pago de salarios y a la continuidad laboral y luego se lanzó la Asistencia para el Trabajo y la Producción (ATP), mediante la cual el Estado se hacía cargo de una parte de los salarios. Sin embargo, en un país con una enorme proporción de empleo no registrado, autoempleo, trabajo precario o trabajo en organizaciones de la economía popular, hacía falta algo más, y así salió el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). El universo de beneficiarios fue muchísimo mayor que el que las autoridades esperaban y permitió dar cuenta de distintos colectivos que no solo estaban desprotegidos en el contexto de la pandemia sino que carecían de seguridad social y económica desde antes.

Este es el caso, por ejemplo, de las personas a las que aun le quedan algunos años hasta la jubilación, están desocupadas y no consiguen empleo. Si no tienen menores a cargo, tampoco perciben en sus hogares ninguna asignación. Es más, desde una lógica contributiva, algunos de ellos incluso tienen los treinta años de aportes necesarios para acceder a una jubilación, mas para eso deben esperar a ser un poco más viejos. Es decir, si miráramos al sistema previsional desde la legitimidad de la capitalización, se trataría de personas que serían acreedoras de fondos no utilizables aun. Por supuesto, los hay también, y en mucha mayor cuantía, de la misma edad pero con menos años de aportes o sin aportes en absoluto, enfrentando las mismas situaciones pero sin el escenario de la jubilación a los 60 o 65 como un alivio parcial.

En cualquiera de estos casos, lo cierto es que la dinámica actual del mercado de trabajo hace muy difícil que estas personas consigan un nuevo empleo si pierden el que tienen. Este fenómeno se inició con fuerza en los años noventa con los despidos masivos, generando fracturas sociales y depresiones personales profundísimas. En aquel entonces, la contrapartida era una promesa (finalmente incumplida) de modernización y globalización que sería beneficiosa para todos. Hoy en día ese fenómeno es cuantitativamente menos alarmante, porque las tasas de desempleo son más bajas, pero los padecimientos de quienes lo sufren son iguales a los de hace treinta años. Y en este caso, no parece haber contrapartida alguna. Por un lado, hay quienes siguen pensando que la reactivación económica y el crecimiento del empleo solucionarán los problemas de este grupo en particular. Por el otro, hay quienes plantean reformas -como se han implementado en algunos países- de jubilación anticipada o relajamiento de los requisitos de acceso al sistema previsional. Ambas miradas apuntan a una resolución pasiva y no activa y ninguna es satisfactoria.

En síntesis, el problema del desempleo en adultos mayores pero no tanto es grave y estructural. El mercado de trabajo actual hace muy difícil que estas personas puedan conseguir un empleo, los seguros contributivos de desempleo son casi inexistentes, los sistemas no contributivos de protección social no contemplan a este grupo y los distintos programas de inserción laboral, con o sin subsidios, públicos o privados, suelen priorizar a los desempleados jóvenes. Pero están ahí, o aquí, y la pandemia ha profundizado y puesto en evidencia las situaciones alarmantes de muchos.

Quizás sea este un buen caso testigo para profundizar en la discusión de propuestas de intervención social que transformen radicalmente la estructura de la protección social, cerrando el giro incompleto que se inició con las moratorias previsionales y la Asignación Universal por Hijo. Por un lado, está la propuesta del Ingreso Ciudadano, que permitiría cubrir las necesidades básicas de toda la población, independientemente de su edad o su condición laboral. Por el otro, la del Empleo Garantizado (o Estado como empleador de última instancia), según la cual se han de elaborar programas públicos masivos de empleo, donde el acceso a un trabajo sea un derecho ciudadano. ¿Por qué no aprovechar el contexto y este caso, por qué no hacer hincapié en los olvidos de la protección social, y empezar a discutir en profundidad reformas estructurales a nuestro sistema de seguridad social?

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