¿Para qué sirven los impuestos?

Uno de los conceptos económicos más incómodos para toda la población es el de los impuestos. En la medida en que son visibles y concretos en relación a los servicios públicos que ofrece el Estado, muchas veces invisibilizados, es muy común que la gente se queje de ellos.

Uno de los conceptos económicos más incómodos para toda la población es el de los impuestos. En la medida en que son visibles y concretos en relación a los servicios públicos que ofrece el Estado, muchas veces invisibilizados, es muy común que la gente se queje de ellos. Muchas veces el análisis pasa por una comparación entre lo que el Estado me da y el Estado me quita, o entre lo que el Estado gasta y el Estado recauda, poniéndose en discusión aspectos distributivos o morales. ¿Tiene sentido que el Estado pague los altos salarios de los funcionarios con el impuesto al valor agregado que pagan los más pobres cuando compran alimentos? A eso se le responde que hay exenciones, subsidios y demás beneficios para los sectores más humildes y que si la carga fiscal no se concentra en los más ricos es por la alta evasión. Estos planteos son recurrentes y totalmente falaces. Pero la falacia no reside en el verdadero poder redistributivo o en la falta de reconocimiento de los bienes públicos de los que se goza sin saberlo, sino en la naturaleza de la economía del sector público.

Entonces, lo primero que hay que entender es el ciclo del fisco, el cual es analítico, no necesariamente temporal. Y aquí han sido muchas las contribuciones heterodoxas, desde Abba Lerner, pasando por Michal Kalecki, hasta gran parte de las escuelas sraffiana y postkeynesiana, que han enfatizado en que el ciclo fiscal comienza con el gasto, que es autónomo. Es decir, el Estado puede gastar lo que quiera en tanto y en cuanto la moneda en la que realiza esos gastos sea controlada por el Estado. A menos que tenga una fábrica de pan, el Estado no puede repartir pan. Pero sí tiene una fábrica de dinero, el cual, tal como definió muy bien John Maynard Keynes en su Teoría General, es un bien no perecedero, con bajo costo de producción, bajo costo de almacenamiento y bajo rendimiento financiero. Si el Estado dispone de una fábrica de dinero, puede gastar todo lo que quiera, dado que gastar es, esencialmente, transferir ese dinero a otras personas.

Esa transferencia puede ser de carácter libre, sin contraprestación, como un subsidio o una jubilación, o puede tener una contraprestación específica. Cuando el Estado le da dinero a un maestro lo hace para retribuir el trabajo docente. Cuando le da dinero a una empresa constructora para que repare una carretera, lo hace esperando que esa empresa repare la carretera.

Pero esto que hace el Estado también lo pueden hacer otros. Darle dinero a alguien a cambio de que realice una tarea es habitual. La diferencia entre el Estado y cualquier otro pagador es que el Estado tiene la fábrica de dinero (también la tienen los bancos comerciales, pero no entraremos en ese debate aquí). Como muy bien explica Stephanie Kelton en su best-seller “The deficit myth”, cualquiera puede emitir papelitos en su casa y regalarlos o usarlos como medio de pago por servicios que quiera comprar. El problema está en que las demás personas lo acepten. Lo más probable es que si yo imprimiera un papelito y ofreciera pagarle al plomero que viene a mi casa con ese papel, él lo rechazaría. En su libro, Kelton plantea el ejemplo de un padre que le ofrece pagarle en papeles hechos con tarjetas de presentación personales a sus hijos a cambio de que realicen tareas del hogar, como poner la mesa, lavar los platos o cortar el césped. Ellos al principio se niegan, puesto que no encuentran ningún motivo para aceptar esas tarjetas a cambio de su tiempo de trabajo. Entonces el padre establece que por semana están obligados a pagar diez tarjetas a modo de impuesto. Si llegado el fin de semana no le entregan al padre 10 tarjetas, reciben un castigo. Entonces sí, empezaron a aceptar las tareas a cambio de un pago en tarjetas. Asimismo, los hijos empezaron a intercambiar tareas entre sí. Un hermano le pagaba con una tarjeta a otro por ayudarlo con su tarea, una actividad que no estaba entre las demandadas por el padre.

Esta es, entonces, la función primordial de los impuestos: asegurar no solo la demanda de la moneda estatal, con la cual el Estado puede comprar cosas (bienes o servicios) sino asimismo asegurar que la moneda con la que se realizan las transacciones en un espacio determinado sea la que emite el Estado y no otra. No existe lugar en el mundo en el que la moneda para transacciones corrientes y para la mayoría de los contratos no sea aquella con la que se pagan impuestos. Es más, la aceptación generalizada de las cuasimonedas (bonos provinciales emitidos originalmente para pagar salarios públicos) a fines de la convertibilidad tuvo como condición su aceptación para el pago de impuestos provinciales.

Entonces, se derriba rápidamente el mito “libertario” de que nadie quiere pesos o de que no hay demanda de pesos. La demanda de pesos existe siempre que la gente acepte los pesos como medio de pago, lo cual es evidente en la enorme mayoría de las transacciones que existen. En el caso del Estado, este contrata personal y paga licitaciones en pesos, y estos pesos son aceptados. La clave está, precisamente, en que el propio Estado que los emite es el que los acepta para las obligaciones tributarias.

¿Esto quiere decir que el Estado puede gastar todo lo que le plazca sin consecuencias? Claramente no, las consecuencias existen y son muchas, pero no refieren al dinero en sí mismo, dado que este tiene un costo de producción y atesoramiento prácticamente nulos, sino a lo que sucede con aquellos bienes que son comprados con dinero. Si el Estado le da dinero a la gente, esta gente con ese dinero comprará cosas, tanto para consumir como para atesorar. En países periféricos -y especialmente en Argentina- no es habitual el atesoramiento en moneda doméstica, con lo que se comprarán otros bienes que sirvan de atesoramiento, por ejemplo dólares.

Entonces, como los dólares sí son escasos para el Estado argentino, y no solo eso, sino que son un bien estratégico para el funcionamiento de la economía nacional, la emisión de pesos podría generar tensiones sobre el precio del dólar, nocivas para sectores que necesitan esos dólares para producir. En el ejemplo de Kelton, supongamos que el hijo encargado de alimentar al perro tuviera que ocuparse de comprar la comida para el perro, que no se produce en el hogar sino que se compra en la tienda, pero este hijo no dispone de una fuente propia de pesos, sino que debe comprárselos al padre con las mismas tarjetas personales que funcionan como medio de pago dentro del hogar. Si este hijo acumula muchas tarjetas -que dentro del hogar son potencialmente infinitas- puede querer comprar mucha comida para perros y cambiarle sus muchas tarjetas al padre por muchos pesos, vaciándole al padre sus bolsillos de pesos, que en el hogar son escasos. En ese caso el padre tiene tres opciones: 1) le da los pesos a cambio de tarjetas, quedándose sin pesos para otras compras del hogar; 2) fija un tipo de cambio tarjetas / pesos más alto, requiriendo el hijo más tarjetas para la misma cantidad de pesos -y por ende más tarjetas para la misma cantidad de comida para perros- o 3) establece alguna limitación en la compra de pesos con tarjetas. Análogamente, en una economía nacional, ante un aumento de la demanda de dólares a partir de la abundancia de pesos, el Estado puede conceder ante esa demanda vendiendo reservas, viabilizar una suba del tipo de cambio o establecer restricciones a la compra de dólares.

Otra restricción son los cuellos de botella sectoriales, llegado el caso generales, que es lo que se conoce como el pleno empleo de los factores. Si los pesos en manos de la gente se convierten en demanda de bienes, esto estimulará la producción de esos bienes, que ahora encontrarán demanda efectiva. He aquí uno de los principales problemas de la argumentación monetarista vulgar cuando critican la inflación: suelen sostener que la producción está fija y por ende cualquier aumento del circulante llevará a un aumento de precios; pero el supuesto de producción fija es sumamente restrictivo. Sin embargo, si sube mucho la demanda de algún bien es posible que no haya en el país suficientes trabajadores calificados especializados en la producción de ese bien, o que no haya suficientes insumos, o que las fábricas estén funcionando a toda máquina y no haya margen para producir más, con lo que solo se podrá aumentar la producción incorporando más fábricas o más máquinas, lo que lleva tiempo.

Este punto suele vincularse también con la falta de dólares, puesto que si en el país no hay recursos suficientes para producir bienes demandados, o insumos, o máquinas, estos siempre se podrán importar. En ese sentido, lo que vuelve a aparecer nuevamente, ahora indirectamente, es la restricción externa. En el ejemplo del hogar, si una de las tareas de los hijos es ocuparse de plantar tomates en el jardín, y cuantos más tomates planten, más tarjetas personales recibirán, llegado cierto punto no alcanzará todo el espacio del jardín para plantar más tomates. De nuevo, los hijos podrán alquilarle parte del jardín al vecino para plantar tomates, pero para eso necesitarán pesos, puesto que el vecino no acepta tarjetas del padre como medio de pago.

En el primer caso, si la falta de dólares lleva a un aumento de su precio -es decir, una devaluación- es lógico que haya inflación, puesto que los precios domésticos están influenciados por el valor del dólar en el costo de los insumos, el precio de la competencia importada y también, en el caso argentino, por la incidencia de la exportación de alimentos, tal como mencionamos hace algunas semanas aquí. En el segundo caso, menos habitual en Argentina, un exceso de demanda de bienes por encima de las capacidades productivas puede llevar a casos de inflación por demanda. Ante la imposibilidad de producir más, suben los precios de los bienes escasos demandados.

En ambos casos -pero, de nuevo, en la Argentina actual con mucha más relevancia en el primero- los impuestos pueden servir para quitar presión sobre esa demanda de cosas que se compran con pesos. ¿Se trata de quitarle dinero de la mano a la gente? Sí. Es que de hecho eso son los impuestos: sacan dinero de circulación, “destruyen” dinero. En todo caso, una buena política impositiva consiste en definir a quiénes se les sacará dinero y a quiénes no. Por eso es importante la progresividad. En este sentido, los impuestos son una herramienta esencial en la distribución del ingreso, o al menos deberían serlo.

Sin embargo, si las relaciones entre las personas están mediadas por el mercado, no siempre la percusión de los impuestos (a quién le cobra la AFIP) coincide con quién efectivamente lo paga. Por ejemplo, si el Estado le cobra más impuestos a quien vende autos, porque entiende que los vendedores de autos son gente muy adinerada, pero estos trasladan ese aumento al precio de los autos, más allá de la percusión sobre el vendedor, quien termina pagando efectivamente ese impuesto es el comprador. En el caso del IVA, muchas experiencias de eliminación del mismo para bienes de la canasta básica -entendido esto como una política redistributiva a favor de los más humildes, que gastan una parte más considerable de su ingreso en alimentos esenciales que otros segmentos de la población- redundaron en supermercados manteniendo los precios finales y aumentando su margen de ganancia al reducir su carga impositiva.

Solo por dar un ejemplo, entre los meses de abril y junio de 2020 hubo una enorme expansión fiscal y monetaria como medio de protección frente a la pandemia. El Estado lanzó distintos programas de ayuda, desde el IFE para los sectores más pobres hasta los créditos a tasa cero para las pequeñas y medianas empresas. Si bien es sensato pensar que los beneficiarios del IFE no salieron a comprar dólares con esos pesos, más allá de una compra de dólares al tipo de cambio oficial y venta posterior en el paralelo para hacer una pequeña diferencia, sí compran bienes en un supermercado, un almacén, una ferretería, y con ese ingreso adicional son los dueños de los comercios los que compran dólares, muchas veces en el mercado ilegal o en las plazas bursátiles. O puede ocurrir en una tercera o cuarta vuelta. Es decir, limitar la compra de dólares por parte de los beneficiarios de las transferencias -lo cual no solo se implementó en mayo sino que muchos empresarios pyme que habían solicitado los créditos los cancelaron precisamente por esto- no necesariamente limita la presión sobre el dólar que ocasiona la abundancia de pesos, porque esos pesos circulan en la economía.

En este sentido, el rol redistributivo de los impuestos necesariamente está mediado por las lógicas de formación de precios y circulación del excedente en una economía de mercado. Así, los conceptos de redistribución primaria (reparto de la torta entre sectores antes de la intervención del fisco) y secundaria (reparto de la torta luego de la intervención del fisco, vía subsidios e impuestos) se diluyen en múltiples canales, donde los impuestos son simplemente una herramienta más. Esto se verifica especialmente en algunos impuestos del comercio exterior, como las retenciones o los aranceles, que más allá de su impacto fiscal operan como una diferenciación de tipos de cambio entre el mercado interno y el mercado externo, generando efectos distributivos -por ejemplo, la baja en el precio doméstico de los alimentos- como productivos -por ejemplo, haciendo competitiva una industria que sin protección no podría sobrevivir a la competencia externa y generándose así puestos de trabajo-.

Una función adicional de los impuestos, cuando estos están direccionados hacia consumos específicos, es la de desalentar prácticas potencialmente nocivas. Este es el caso habitual de los impuestos al tabaco o al alcohol, pero incluso es asemejable al concepto penal de la multa. Si bien legalmente no son lo mismo, económicamente sí: una multa por exceso de velocidad es un impuesto que, más allá de su rol recaudatorio, funciona como desaliento para quien intente cometer esa contravención. Con las multas por excesos de velocidad el Estado no busca necesariamente recaudar, sino disminuir la velocidad de los autos.

Volviendo al inicio, entonces, los impuestos sirven para muchas cosas, pero no para la función que se le suele asignar: el financiamiento del gasto. Sirven primordialmente para asegurar que la moneda de uso corriente sea la que emite el Estado, pero también para disminuir presiones cambiarias o sobre cuellos de botella, para redistribuir el ingreso, para intervenir sobre los precios relativos o para desalentar conductas nocivas, entre otras funciones.

En el ejemplo que usamos en base a Kelton asumimos una tasa impositiva fija por persona. En la realidad, las tasas impositivas suelen depender positivamente del nivel de actividad. En este sentido, la recaudación es una variable endógena, resultante del proceso económico. Así, el ciclo de la economía del Estado comienza por una decisión de gasto, que es autónoma, la cual incide, de acuerdo con distintos parámetros, canales y procesos, en un determinado nivel de actividad, el cual, a su vez, repercute sobre la recaudación. Esta recaudación final puede ser mayor, menor o igual que el gasto inicial, con lo que el déficit o superávit fiscal también es endógeno. Pero en el período siguiente el Estado volverá a gastar autónomamente, no en función de lo que haya recaudado en el período anterior. Y esa recaudación habrá significado cierta redistribución del ingreso, cierto desaliento a conductas indeseadas y cierta configuración de precios relativos. Y, desde ya, cierta demanda de cosas que se pueden comprar con pesos, sea bienes, bonos, dólares, etc.

Entonces, cuando alguien nos diga que la universidad pública o el hospital público, o cualquier política de gasto, no son gratis porque alguien los paga mediante impuestos, la respuesta necesaria es que eso es falso. Al contrario. Son los gastos autónomos -del Estado y otros- los que estimulan la demanda y los gastos inducidos por ella, aumentan la producción y el empleo y hacen que los ciudadanos -sean trabajadores, empresarios, comerciantes, etc.- paguen impuestos. Es el gasto el que genera recaudación y no al revés. La clave analítica -compleja, porque estamos demasiado acostumbrados a un sentido común ortodoxo- es siempre empezar por los determinantes de las cantidades producidas. Si comenzamos endogeneizando el nivel de producto y deshaciéndonos de la Ley de Say que se nos impone sin pedirlo, es mucho más sencillo desarmar los argumentos de una ortodoxia que no deja de construir un sentido común exacerbadamente vulgar.

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