Por qué escuchamos a Tupac Shakur

Por qué escuchamos a Tupac Shakur es un texto que se compone a partir de distintas aristas, distintos pliegues o distintas pieles que constituyen una unidad abierta y latente, pieles que se superponen necesariamente, porque la autora se ocupa de dar cuenta de ese anudamiento ineluctable entre vida, música, historia, política, legado.

Por qué escuchamos a Tupac Shakur es el primer libro que pude leer en este paréntesis témporoespacial tan inédito que precipitó la pandemia. Y debo reconocer que un poco el libro, un poco la música, un poco las ideas que Bárbara Pistoia desliza a lo largo del texto me ayudaron a desviarme, es decir, a sostener la atención en otro lado. Un poco de aire en el confinamiento.

Entonces, Por qué escuchamos a Tupac Shakur es un texto que se compone a partir de distintas aristas, distintos pliegues o distintas pieles que constituyen una unidad abierta y latente, pieles que se superponen necesariamente, porque la autora se ocupa de dar cuenta de ese anudamiento ineluctable entre vida, música, historia, política, legado.



El primer pliegue esta constituido por la biografía de Tupac, que Bárbara presenta de un modo amoroso, cuidado, sin condescendencia; cuidándose también de no expresar explícitamente el afecto que indudablemente la une a esa historia, a esa lucha, a esa música —la autora evita claramente el sentimentalismo y la referencia al yo— y no obstante ese afecto se desliza en cada letra.

Tupac se nos presenta como un artista político, un activista revolucionario —no pacifista—. Se trata de alguien que supo leer esa realidad de la comunidad negra, signada por el hambre, la indiferencia y las múltiples formas de opresión y violencias y que eligió un modo de decir que, como bien expresa la autora, se aleja de la metáfora, de la romantización: Tupac es un realista. Ese Tupac que vivió la muerte como una inminencia y no obstante eso no constituyó un obstáculo sino más bien un empuje, una urgencia. Ese Tupac que inauguró distintos gestos tendientes a revertir la desigualdad, gestos que lejos de acomodarse en la espera, irrumpieron en medio de la rebeldía mainstream, de la pose. Su decir se caracteriza por la violencia propia de la interpelación. Hay allí una apelación a la conciencia de clase, un llamado a actuar en consonancia con el pasado, con la violencia padecida, que es real. 

Sobre esa violencia hacia los negros —otro pliegue—, hacia lo otro, esa segregación que es una forma del malestar en la cultura, esa segregación que estigmatiza, que criminaliza y traza destinos de desigualdad, Pistoia discurre, desplegando una historia, un contexto, posicionándose sin declamar, en el acto mismo de la escritura.

Tupac se distingue del espectador pasivo y lo denuncia. Su enunciación por momentos nos recuerda ese pesimismo adorniano sobre la cultura de masas: el autor afirma que la industria cultural nos va dando la ilusión de movimiento, de elección, cuando en verdad hay un guion prefijado. Y ese guion siempre lo determinan las clases dominantes; ese guion siempre es funcional a la opresión. El concepto de “industria cultural” señala el modo en que la cultura deviene una producción industrial para la satisfacción de las masas. Al ingresar al ámbito de la industria, el arte pierde un rasgo sustancial: su autonomía —es decir, su libertad—. En este contexto, es llamativo el rasgo de semejanza que caracteriza los productos culturales: las manifestaciones estéticas constituyen un sistema donde cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos. No obstante, hay acontecimientos, hay rupturas. En este caso, Pistoia nos presenta un artista que supo, que pudo, que buscó activamente vincularse de otro modo con esas violencias múltiples —micro y macro— que aún acechan a diario a la comunidad negra. Que supo, pudo y buscó ligar el arte con lo vital, con lo popular, aún cuando se trataba de esas vidas vulnerados; de un pueblo, un “nosotros” violentado.

La apuesta de Tupac implicó el riesgo de aportar otra mirada —y despertar otra mirada—.


Se trata de un llamado a la comunidad negra, a sus hermanos, pero no sólo a la comunidad negra. 


Porque hay en la historia de Tupac —y en el modo de narrar de Pistoia— una lectura de lo político que trasciende lo identitario, que articula diferentes demandas, construyendo un nosotros que necesariamente se constituye a partir un exterior: antagoniza, en este caso, con las diferentes formas de opresión a las que nos somete el capitalismo. Hay ahí otro pliegue: lo político, que se ilustra con la historia del partido Pantera Negra, que se conjuga a su vez con la historia del feminismo negro —que, de manera nada ingenua ni casual, Pistoia decide introducir—.

El feminismo negro visibilizó otras urgencias, otros asuntos, expuso otras opresiones que el feminismo blanco dejaba de lado, por no verse afectado por esas formas de dominación, o quizás por conservar cierta funcionalidad al sistema, porque esa rueda debía seguir girando. Se trata entonces, también, de un movimiento que implicó una ruptura, y que recuerda que la emancipación de las mujeres nunca es tal si no se tienen en cuenta las opresiones relativas a la raza y a la clase social.

En el texto se nos presentan las palabras de Tupac, sus dichos, pero también su enunciación. Me gusta mucho el modo en que Bárbara describe la ira, la rabia contenida en los versos y en el discurso de Tupac. Se trata de palabras que tienen un destinatario: están dirigidas, como dijimos, a sus hermanos y hermanas.


–“Es a ellos a los que les quiero hablar, a los que no les habla nadie”-. 


En ese decir no hay abatimiento: hay una fuerza potente. Hay un poder. Poder que la autora retoma para ampliar ese destinatario.

En este sentido, el último pliegue que me interesa destacar es aquello que llamaría el legado. Si, como expresó Tupac, la única herencia posible para el pueblo es la cultural —“lo único que podemos dejar es música dignidad y determinación”—, hay en esta historia (la de Tupac, pero también la historia del pueblo afroamericano, la de la mujer negra, la de la organización política de las minorías postergadas) algo que recuperar. Algo que la autora recupera. Legado que también se pone en juego en la historia de esa madre, Afeni, que transmite no sólo un nombre, sino también un deseo, una lucha, una falta. Madre cuyo destino fue heredar ese legado tras la tempranísima muerte de Tupac, retomarlo renovado, cuidarlo. Divulgar un patrimonio artístico y continuar ese deseo que apuntaba a la justicia social.

Si afirmé más arriba que el afecto se filtraba en cada línea, eso también sucede con el deseo. Un deseo que no parte de la identificación con un artista, sino más bien de cierta hermandad, de cierta comunión de ideas, de un compromiso militante.


Sobre la autora: Águeda Pereyra es psicoanalista (UBA).

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