SONATA BARROCA “Guerra del Paraguay”


Segundo Movimiento. Pavana appassionata


La ciudad de Corrientes fue tomada por el ejército paraguayo que quedó detenido en su avance hacia el sur. Comandaba las tropas que frenaban al Paraguay el Brigadier General Wenceslao Paunero quien a pesar de sus 60 años tenía una endiablada agilidad estratégica con la que en definitiva se imponía  a los paraguayos. El Coronel José María Valdivieso dirigía el ala izquierda de las tropas de Paunero que participaba en la guerra cumpliendo escrupulosamente las leyes no escritas de esa contienda: violencia, crueldad, arrebato y ambición.

Controlaba a sus hombres severamente, pero él era un halcón. Ocupada una parcela, con su guardia personal la recorría incautando para sí todo lo que considerara de valor. A veinte kilómetros de su campamento tenía su chacra Victorino Ayala, hijo de vascos, que hacía producir a unas hectáreas de yerba mate y criaba sus propios animales de abastecimiento. La mayor riqueza de Don Victorino era su hija Yvoty (Flor), de casi veinte años, bellísima y salvaje hija única de ese matrimonio. A Don Victorino le preocupaba el no tener más descendencia oficial, aunque había probado que su vino, puesto en otros vasos del pueblo, llegaba a fruto, de modo que media docena de chicas y muchachos llevaban algún rasgo de Victorino. Con alguna frecuencia llegaban mujeres con hijos o sin ellos a preguntar por Don Victorino, hablaban con él y regresaban al pueblo llevando una gallina, algo de yerba, harina, y un poco de dinero en el bolsillo.

Para las fiestas patronales, en su sulky paraguayo iba al pueblo a participar de la procesión, comer el asado parroquial, dejar su donativo y por la tarde noche llevar a su esposa y a Yvoty al baile. Los mozo conocían a la chica y también la amenaza de su escopeta calibre del 12 grande que el padre tenía a mano cuando llegaban visitas a su casa. El bando policial prohibía ingresar con armas al salón  de baile pero él tenía el privilegio de entrar con su “chikóte koli”, látigo corto, en la mano. Disuasivo útil de una reyerta del mostrador, y paciente maestro que le aclaraba las ideas a algún borracho molesto. A las diez de la noche los tres volvían al sulky y en la caja de madera se guardaba la flor, en la cama grande se acostaban los padres, y al costado de la cama dormía la escopeta Vda. De Sarrasqueta.

El orden lo rompió el Coronel Valdivieso que pasó por la chacra y se llevó el pimpollo nunca caminado. Sus hombres le quitaron la escopeta a Victoriano y se la llevaron  como recuerdo. En el campamento  alojaron a la chica en la carpa del coronel que la abriría después de cenar. Ella no quiso comer nada, pero extrañamente no lloraba. Cuando se fue a dormir el Coronel, lo puso de guardia a su hombre de mayor confianza Jacinto Cruz. El coronel entró a la carpa que estaba iluminada por una vela de cebo. Se desvistió despacio sin llegar a desnudarse. Sin decir nada se acercó a Yvoty y sin que mediara una palabra le cruzó la cara de un fuerte cachetazo. El coronel tenía experiencia y métodos propios de comer una pollita. La chica comenzó a gritar y llorar a grandes voces. Desde afuera Jacinto se excitaba con lo que se imaginaba sin esfuerzo que estaba ocurriendo dentro de la carpa. Luego de media hora de pelea se produjo el silencio cuando la tropa del Coronel entró al valle, y luego de unos jadeos acompañados por pequeños golpes de puño de la paloma contra la espalda del halcón, se destapó la botella. A partir de ese momento todo fue calmo.

Los caballos son extraños algunos necesitan días y días de montadas violentas hasta que aceptan al domador sobre su espalda. Otros se entregan luego de la primera vez. Las yeguas son iguales. Yvoty no volvió a ser golpeada, aunque ella continuaba gritando y golpeando sus puños en la espalda, que el halcón consideraba parte del juego, como los aleteos de la paloma cuando el halcón la caza y la aprieta con sus garras. Ella se sumó a la partida cabalgando al lado del coronel quien la agasajaba con todo lo que de valor recolectaba en sus correrías de castigo e incautación. Telas valiosas, joyas del Virgen, perfumes, adornaban a la joven.

El Coronel encontró una botella de jabón líquido de palma que hacen los paraguayos y en una caña ahuecada de unos treinta centímetros guardó un poco para que ella lo pudiera llevar cuando iba a darse un baño en la costa del río. En esos momentos la vigilaba Jacinto, de espalda a la moza, sentado en el suelo, con el fusil entre las piernas. Ella se bañaba, se lavaba el pelo, negro, brillante, largo, que en la superficie del rio simulaba un disco. Luego la vuelta a la carpa llevando una jabonera jugando en la mano

Ese día decidió darse el baño por la tarde por puro capricho. Estando en el agua el Dedo del Destino le tocó la frente cuando vio a una yarará miní que en trabajosas eses nadaba apresurada en su cercanía tratando de llegar a la costa. La serpiente nadando se halla en la posición  de mayor debilidad. Con la velocidad de lo instantáneo la tomó de atrás de la cabeza y vaciando toda su jabonera introdujo al pequeño reptil de cabeza dentro de su estuche de caña, luego lo cerró con su tapón de madera que le había hecho Jacinto. Salió del agua, se vistió y con la jabonera en la mano se dirigió a la carpa. Hacía un calor infernal, de modo que dejó a un costado, donde siempre lo hacía su letal jabonera con el resorte vivo de la yarará miní.

Cenó algo junto al Coronel y luego fueron a la carpa que esa noche, en la oscuridad, tenía algo de mausoleo. Entraron y el Coronel, siempre gustoso, quería escuchar al menos por dos veces el canto del gallo que tenía en la mano. Ella se resistía como siempre en el juego violento y sexual de gritos y golpes fingidos, excitantes. A veces el Coronel tenía el capricho de sentar a su flor entre sus piernas para que lentamente descendiera sobre el instrumento. Ella se resistía y volvían a crecer  sus golpes de paloma. En un momento logró su propósito de deslizar la jabonera bajo la espalda del Coronel que en uno de sus corcovos cayó sobre el frágil cilindro de caña liberando su carga. La yarará miní, sintiéndose atacada clavó con furia sus inyecciones en la espalda del militar y vació sus glándulas. Aulló de dolor el militar pero el antebrazo de su flor le apretaba el cuello de modo que su movilidad era nula. Con gran esfuerzo se sacó a la niña de encima que quedó arrodillada entre los ponchos y jergas que hacían de cama. Los gritos y golpes eran escuchados fuera de la carpa y de alguna forma festejados por los soldados que se imaginaban atrevidas escenas conociendo el paño. Con los ojos abiertos de espanto, el Coronel miró el poncho y allí vio a la pequeña serpiente enrollada sobre sí misma y la cabeza alta como preparando otro ataque. Por un segundo  creyó que accidentalmente había ingresado a la carpa la fatídica mensajera de la muerte. Pero la caña rota longitudinalmente, en medio cilindro, le hizo comprender la trama de la trampa. Yvoty reaccionó más rápido y tomando una de las mitades de la caña, ahora rústico cuchillo vegetal de un solo movimientos felino clavó  ese cuchillo en los testículos del Coronel. Ladró más fuerte que nunca y un coro de risotadas soldadescas festejaba el juego. Las armas las había dejado fuera del alcance de su mano pero consiguió llegar hasta la cartuchera de su revólver y de un solo tiro en la frente de su flor le voló la tapa craneana. Antes de recibir la bala, la Flor alcanzó a decir:”Aña rako” (Hijo de puta) mirándolo con igual fuerza que el plomo que recibió. Ahora los soldados se alarmaron y corrieron hacia la carpa. Allí encontraron al Coronel erguido, de rodillas, con ojos desorbitados, y con una caña clavada en sus partes pudendas de la que caía una sangre espesa, oscura, como jugo de grosellas. La agitación física había ayudado a que el veneno de la serpiente invadiera toda la espalda que había comenzado a hincharse. Cinco minutos después los dorsales había comenzado a necrosarse, y la hinchazón revelaba una masa violeta y roja que latía bajo la piel estirada por la inflamación.

Una tortuga monstruosa, como de gelatina, de colores agoreros había abrazado la espalda del Coronel y sus patas escamadas comenzaban a rodearle el vientre. La víctima solo era dolor y espanto. Los soldados estaban atónitos, paralizados, sin saber qué hacer. El Coronel grito: “Jacinto, matame”, pero el viejo fiel no tenía valor para ello. Miró a sus compañeros, y luego del segundo grito algunos movieron la cabeza levantando la barrera de la prohibición. Sacerdotalmente, como en la consagración de la hostia, Jacinto tomó el revólver de su jefe, un S&W Mod 1. El pincel más preciso de su época, y con ligera presión en el gatillo,  le pintó un pequeño círculo rojo entre los ojos por los que entró la muerte como un tren entra en  un túnel. El resto de la pintura roja trazó un irregular círculo en la lona que hacía de pared, con trocitos de marfil.

 Lo llevaron inmediatamente al Cuartel General al que llegaron una hora después, cuando la carne del Coronel ya despedía los olores clásicos de la putrefacción.


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