Tecno-necrópolis: la contrarrevolución del “Soft Power” y el anacronismo de la violencia

"Y mientras tanto

mientras los pájaros no cantaban

ninguna Pasión de San Francisco

y mientras los mirones seguían mirando

a San Francisco

con sus brazos extendidos

hacia los pájaros que no estaban allí" 

 Lawrence Ferlinghetti, 1919-2021


San Francisco, centro del Valle Silicona, es hoy la cumbre de los grandes monopolios tecnológicos, y concentra un poder que ya coloca a la ciudad en una disputa con Washington. No siempre fue este el caso. En sus primeros días como capital de la virtualidad, los jóvenes científicos que entonces experimentaban con sustancias psicodélicas ponían en el futuro del "ciberespacio" y la realidad virtual sus ambiciones por una experiencia democrática ampliada en sus fronteras -espontánea e inclusive anárquica-. El mundo de la experimentación alucinógena funcionaba para ellos como un prototipo para la realidad virtual que imaginaban. En la situación actual, por el contrario, la disidencia de antaño se ha trocado en sumisión cuando empresas como Facebook, Twitter y Google -siguiendo en esto a críticos como el periodista estadounidense Glenn Greenwald– se acomodan a las exigencias de Washington extendiendo una censura en una escala sin precedentes sobre medios independientes y opiniones marginales. Esta particular forma de revolución -o tal vez de sofisticada contrarrevolución- produjo ya algunos considerables vástagos: los drones, sin ir más lejos, han permitido que, desde una sala de videojuegos en una base militar en Nebraska, una misión pueda tener lugar en las tierras apartadas de Yemen y Afganistán sin que los pilotos invasores padezcan riesgo alguno en su integridad física. Antaño, la bahía de San Francisco sobresalía como la meca del hippismo– “Si andás camino a San Francisco, asegúrate de colocar unas flores en tu pelo” pregonaba Scott McKenzie en una canción de entonces.

La ciudad también fue el hogar de la librería y editorial City Lights, donde se publicó el poema “Howl” (Aullido) del poeta judío, chamánico y homosexual, Allen Ginsberg. City Lights fue cofundada por el poeta Lawrence Ferlinghetti, otra referencia de la generación beat, fallecido en 2021 a los 102 años, y autor de poemas como “Los Viejos Italianos están Muriendo”– homenaje a la generación de inmigrantes italianos que traían a América la guerra de las ideologías en sus propias venas (tema no difícil de emparentar con la Argentina de principios de siglo XX y al terrorista galante Giovanni di Severino) – y la novela de protesta “El Amor en los días de la Furia”. Las primeras líneas del Howl de Ginsberg sentenciaban:

“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,

arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,

hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna,

que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural” .

Ginsberg se refiere indirectamente a la deslumbrante auto-aniquilación psico-física que arrasó las mentes más brillantes de su renovadora generación. Lo que el poeta deja inexplorado -tal vez porque no lo habría podido prever– fue la otra fuerza que absorbió esas energías de rebeldía: el camino seductor que pavimentó un nuevo estilo de vida para la clase iluminada, mezclando los ítems de la revuelta bohemia con la participación en un renovado capitalismo de microprocesador.

La polémica teórica cultural de Chicago, Camille Paglia (autora de “Sexual Personae”, que encandiló a sus colegas de la academia progresista, con su reivindicación de la pornografía entre otros aspectos de la cultura popular de bajo fondo) propone una lectura potencialmente conservadora del poema sísmico, que llegó a definir a la generación Beat (hoy tan popular entre la juventud Latinoamérica gracias a la traducción). Hablando de la generación de los sesentas, que es la suya propia, con expresiones que despiertan reminiscencias del canto de Ginsberg, Paglia echa luz sobre cómo los intelectuales más prodigiosos de la izquierda (o de la emergente cultura contrahegemónica) acabaron destruidos, lisiados en gran parte por la experimentación con sustancias psicodélicas concebidas entonces como panaceas espirituales o herramientas emancipadoras; sobre todo, por ejemplo, el LSD, entonces popularizado por gurúes, artistas e intelectuales públicos, como el carismático Timothy Leary, profesor expulsado de Harvard a quien el presidente Nixon en algún momento llamó “el hombre más peligroso en América” (posiblemente una descripción que Nixon no escatimara). Los visionarios de la iglesia psicodélica que protestaban contra la guerra de Vietnam proponiendo como mejor alternativa "bombardeos de amor" que no raids con Napalm, veían una figura mesiánica en el profesor Leary; llegaron a declararlo la mismísima reencarnación de Cristo, a financiar su fracasada campaña a gobernador y a escapar de la cárcel en 1970 con destino a Afganistán, la capital hippie en Medio Oriente. El casi olvidado profesor proponía un nuevo proyecto para la humanidad. Su obra “Info-Psicología: Manual para el uso el sistema nervioso según las instrucciones de sus fabricantes” sintetizado por las siglas “SMILE”, conservaba el decálogo: la migración al espacio, el incremento de inteligencia, y la extensión de la vida, basado en el consumo de fármacos y el sometimiento a intervenciones quirúrgicas. Para estos pacifistas de vanguardia que vivieron una existencia casi guerrillera, la eugenesia no representaba una alternativa indeseable en el proyecto farmacológico. Aunque figuras como Leary– quien proféticamente pidió que un realizador de cine grabara su muerte en lo que él llamaba “designer dying”– no padecieron los efectos negativos de las sustancias como el LSD, muchos de sus adherentes resultaron menos resilientes.

Esta tragedia, resume Paglia, despejó el sendero para que emergieran los que restaban: una clase de académicos conformistas, carreristas y políticamente correctos, que hoy forman el status quo de la meritocracia estadounidense; la misma clase que exporta su ideología y su estética a las distintas sucursales que conciben en el resto del mundo. Como dijimos es posiblemente una lectura algo conservadora y hasta clínica, de Ginsberg, pero estamos articulando el texto al contexto, y "Howl" circuló por primera vez precisamente en San Francisco, entonces la cumbre del movimiento psicodélico.

Hoy por hoy vemos que algunas de las ambiciones de la generación hippie, con Leary como ideólogo máximo se han consolidado, sus signos han sido confiscados, pero no por bandas de lumpen o inconformes, sino por el empresariado de la bahía de San Francisco, conformado por los mismos que pagan los alquileres más altos del mundo, acaban sus holgadas rutinas diarias a las diez de la noche y se escandalizan en compañía de las autoridades ante la presencia de la mendicidad en las calles. La élite del Silicon Valley sostiene en la actualidad los proyectos utópicos de Elon Musk, nada lejos de la ilusión de Leary: convertir a Marte en un Planeta B o una nave de escape en caso de que la situación caótica de la tierra resultara irredimible. La llamada "clase creativa", aboga, a su vez, por el consumo de microdosis de psicodélicos, recuperando el legado farmacológico de la generación hippie pero adoptando como novedad la virtud de la moderación. Basta recordar las expresiones de Tim Ferriss en una nota para CNN Business, del 2015, titulada “When Silicon Valley takes LSD”: “Los billonarios que conozco, casi sin excepción, utilizan alucinógenos regularmente”. Aunque el uso de drogas como el LSD continúe siendo controversial, han ganado aceptación en parte del Silicon Valley (...). Steve Jobs, el difunto co-fundador de Apple Inc., dijo a su biógrafo, “Tomar LSD fue una profunda experiencia, una de las cosas más importantes de mi vida.”- En una entrevista simpática con Werner Herzog sobre el futuro, Musk admite que no recuerda sus sueños, con la excepción de las pesadillas.

Es notable la ruptura radical con la visión que Jack Kerouac, padre de la generación hippie, cuya obra (pensemos en “The Dharma Bums”, de 1958) convocaba la emergencia de una “generación mochilera” de jóvenes que renunciaran al conformismo para vivir en un estado de vagabundería y nomadismo ilustrado, viajando de polizón en trenes, durmiendo en carpas y pidiendo limosnas. No obstante, los ciudadanos VIP de San Francisco continúan identificándose con los valores del progresismo, que tienen su origen en el período experimentalista de la década de 1960. Miembros de la elite norteamericana, inclusive, migran a la ciudad para poder adueñarse -junto con extensas propiedades- de este legado forjado en las letras de McKenzie “Si anda camino a San Francisco, recuerda colocar unas flores en tu pelo”- aun cuando el fundamento de aquellos ideales se subvierta en este proceso, degradado en el formato de los restaurantes veganos y los tours guiados dedicados al pasado bohemio ¿Dónde y cómo pudieron desviarse tanto los rebeldes de la generación hippie de su sendero inicialmente subversivo? La observación de San Francisco, muestra que los mecanismos implementados para obliterar la subversión se asemejan mucho más a cómo el filósofo Zygmunt Bauman definía el “soft power” -“poder blando”- en sus teorizaciones: en lugar de apelar a las pistolas, a los métodos sanguinarios o inquisitoriales de la represión tradicional, la coerción soft se implementa a través de una mucho más sutil “seducción” del individuo puesto ante muchas aparentes libres elecciones que desalientan cualquier oposición al sistema vigente.

Pero esta misma observación, aquí en Latinoamérica fuerza a considerar el pasado y el presente del tercer mundo para iluminar los distintos caminos de la represión. Los poetas militantes latinoamericanos tuvieron una derrota muy disímil bajo las dictaduras del hemisferio Sur. Aquí, en los países de los Andes, (tanto como en otros continentes del tercer mundo)–no era imprescindible para su destrucción que los poetas y pensadores subversivos latinoamericanos optaran por el consumo ruinoso de ninguna droga. Al contrario, fueron forzosamente desaparecidos, por adversarios visibles, en una aniquilación sistemática. Tal fue el caso de los poetas argentinos Francisco Paco Urondo y Miguel Ángel Bustos, o los prosistas Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, y sus hijos, entre muchos otros. El Proceso de la Reorganización Nacional buscaba definir, a través de su ingeniería social-darwinista, una nueva identidad ajustada al molde, una nueva raza de fieles burócratas.

La dictadura, los procedimientos represivos abiertamente violentos y coercitivos, también se pueden rastrear en medio oriente, fundamentalmente en la situación siria. El panorama de las calles damascenas para quien las visite por primera vez es suficientemente elocuente: proliferan musculosas estatuas de mármol y gigantescas fotografías de Bashar al-Asád, y su padre Hafez al-Asád; los dos representantes de un régimen de Estado de bienestar cuyos servicios, no siempre satisfactorios, se concibieron como cheques de lealtad absoluta y garantías de silencio sobre temas como los casos de desaparición forzada a manos de la policía secreta y omnipresente. Siria es un país cerrado, resistente a la globalización y abastecido con productos nacionales -estampados con la foto del benefactor- y los favores del intercambio con Irán. Estas observaciones en paralelo, me llevaron a confrontar dos modelos de autoritarismo, el “soft power” y el más antiguo modelo de dictadura, para averiguar cuál ha producido efectos más persistentes y concretos resultados.

Pero para colocar éste debate en un contexto menos cerebral no está de más citar aquí mi propia experiencia personal como lector joven, cuando en mis pesquisas literarias me topaba con la representación narrativa de este mismo debate. En mi adolescencia en la isla caribeña Aruba– donde fui el primer habitante a quien le otorgaron un pasaporte argentino, heredado de mi padre, en lugar de la ciudadanía holandesa que comparten la mayoría de los habitantes de la excolonia– leí las novelas clásicas más representativas del género distópico– el “1984” de Orwell, el “Un Mundo Feliz” de Huxley, y la más oscura “Nosotros” del ruso Yevgeny Zamyatin. Leyendo en la noche insomne, comparando distopías, mundos cárceles, intentaba comprender el país del que mi padre argentino huyó a finales de la década de 1970. Cuando teníamos visitas de los primos, caminando por las playas de Aruba, mates en mano, les hacía preguntas y oía, curioso, sobre los golpes de Estado, el peronismo, la caza del enigmático "subversivo", las revelaciones del "Nunca Más", etc.– A partir de esto, pensaba ¿que hubiera sido de mí habiendo nacido durante las dos décadas anteriores a 1984? Leyendo al amargado Jorge Orwell, de chico creí haber encontrado la anatomía del Estado argentino que me describían las conversaciones, la patria que mi padre había abandonado en pos de su exilio tropical: la paranoia, la fuerza bruta de los escuadrones, los centros clandestinos de tortura que todos registraban sin verlos, la destrucción del lenguaje, la aniquilación por la fuerza de cualquier pensamiento rebelde: estaba ahí, cabal, para mí resonando con todas las reverberaciones históricas del Río de la Plata.

La obra rival del escritor británico Huxley, en contraste con Orwell, parecía describir un autoritarismo radicalmente distinto, conducido por las democracias liberales hacia su propia eutanasia: en la sátira, el universo social es regido por un sistema de poder que aplasta toda disidencia por medio de la coerción no meramente violenta y de seducciones propias del "soft power", en reemplazo de la violencia patriarcal y dictatorial. El recurso de este poder, el más difundido de la novela, es un fármaco antidepresivo llamado "soma" (análogo de los ansiolíticos contemporáneos) que aplaca todo conato de libido rebelde. La otra faceta de Huxley, el escritor utópico, que luego conocí, muestra que a pesar de la mística sanfranciscana que rodeó a su personaje, el ya citado profesor Leary en realidad no era un pensador tan original: sus postulados estaban en la línea del pensamiento de Huxley. Su novela "Island", precisamente, es la fuente principal del dogma de los militantes psicodélicos que formaban las “cofradías” vinculadas a aquel. Pero estos activistas que intentaron realizar la utopía de "Island" parecen haber ignorado las más atemperadas advertencias presentes en "Un Mundo Feliz"; y es este modelo, justamente, el que arrasó con la rebeldía hippie de los años sesenta y produjo la generación acomodaticia actual. No era sólo el orden de mis lecturas lo que vinculaba a estos dos autores: Aldous Huxley y George Orwell mantuvieron en vida un duelo epistolar debatiendo acerca de cuál de sus novelas había logrado retratar el mejor “futuro terrorífico”.

Hasta aquí había logrado revelar el distinto funcionamiento de ambos poderes-”soft” y “hard”- en espacios desiguales: San Francisco, Latinoamérica y Medio Oriente. Lo que aún faltaba por descubrir eran los enfrentamientos a escala internacional que han mantenido estos modelos en la historia reciente.

Sobre el final de 1984, el torturado y rehabilitado Winston Smith ve en la tele que el Superestado noratlántico– al que pertenece como funcionario leal– interviene junto a otros poderes en una escaramuza sobre un recóndito e insignificante estrato del hemisferio Sur. A pesar de que el territorio en cuestión sea inconcebible para los ingleses siguiendo las noticias, estos explotan en una algarabía histérica celebrando la “victoria”. En ésta escena, de un momento para otro, Winston no logra retener el llanto pensando en el amor que guarda por el gran jefe. El sistema ha logrado abrirse paso hasta el interior del alma del disidente, en consonancia con la meta que esclareció Margaret Thatcher, famosamente, décadas después: “el método es la economía, la finalidad es cambiar el corazón y el alma”. Los métodos pueden conocer, como hemos visto, variaciones extremas –desde la ortodoxia orwelliana de la estrategia de los militares, que según Thatcher padecían de una inusual apatía por las "relaciones públicas", hasta la manera de los propios herederos de ésta, o el Silicon Valley– compartiendo finalidades semejantes. Pero volviendo al punto, ¿Es posible leer ésta escena en Sudamérica sin pensar en las Malvinas? ¿No resultó ser este enfrentamiento precisamente, con la crudeza de la dimensión de lo real, la proyección verídica del debate Huxley-Orwell?

Pero este conflicto entre los dos modelos de tiranía también se puede rastrear en la injerencia occidental sobre el mundo árabe en la década pasada; en la caída del régimen tunecino o la interminable guerra contra la dictadura rebelde de la familia Asád, en Siria. El régimen patriarcal de Siria es uno de los pocos restantes en una región desmenuzada por guerras civiles y sucesivas intervenciones desde 2003. El país soporta una existencia fragmentada, con dos tercios de su territorio bajo ocupación extranjera, una economía bajo la opresión de los bloqueos, los bombardeos de yihadistas, de drones, y, por si fuera poco, de sucesivos ciberataques. Fundamental para comprender el episodio dentro de la alegoría que sacamos del debate Huxley-Orwell, es recordar que los primeros tumultos de lo que occidente denominó “primavera árabe”– la caída de dictaduras orwellianas, estáticas y proteccionistas– fueron celebrados como un acontecimiento que además dependió en gran medida de la actividad intrépida de los internautas y los recursos del Silicon Valley -la quintaesencia huxliana- actuando como distinguido mercenario del departamento de Estado. Esto no significa que no haya habido genuinos insurrectos árabes, ni sueños importantes de liberación, ni que el pueblo tunecino entre otros, no haya usado éstas herramientas como parte de una larga lucha por la democracia y para poner un fin al terror de Estado y las desapariciones. Sin embargo, la participación de los agentes de la bahía de San Francisco en una de las regiones que menos entendían, el Medio Oriente, se puede leer como un enfrentamiento entre los dos modelos: la tecnocracia “cool” del soft power, derrotando, en pie de guerra tecnológica, a la dictadura reacia más conservadora, análoga al “Gran Hermano”, con sus bigotes y su mirada penetrante en los afiches. El ejemplo de la guerra de Siria, donde los CEOs de Google y Facebook jugaron un rol semejante al de los almirantes invasores, operando a través del éter cibernético, es un nuevo enfrentamiento que sucede al que se desató hace menos de medio siglo en Latinoamérica, con la guerra de las Malvinas. En este sentido, es curioso leer las coincidencias entre el nacionalismo procesista en su mirada acerca de la derrota en Malvinas y el tratamiento que le dió el nacionalismo sirio a las “humillantes” confrontaciones territoriales con occidente.

Entonces, si se realizara un análisis de costo-beneficio, ¿cuál modelo represivo resultó de más eficaz en la “reorganización” y la eliminación de rasgos subversivos? ¿Tuvo mayor éxito la estirpe sureña y siria -los duros martillazos, los fascismos tradicionales y anticuados, los generales burdos, de casta parda guerrera y risiblemente mojigatos, con las botas pulidas y los bigotes finos– en producir sumisas subjetividades? ¿O, por el contrario, habrá tenido resultados más persistentes el funcionamiento del “poder blando” boreal: hegemónico, cool, dinámico, prometiendo emancipaciones formales, aplacando la disidencia a través del confort y encaminando la voluntad de rebelión por el sendero estéril de las plataformas tecnológicas? A escala nacional, el Soft Power ha provocado que hoy día San Francisco ya no encarne el refugio de la revolución de la sensibilidad que pregonaban cantautores de una época tan perdida como añorada. La ciudad costera del Pacífico actúa como un caudal de fuerza ideológico-económica. Es el nexo de la industria del software, una confluencia de empresarios en mayoría ex-alumnos de la liga de hiedra: como los que inventaron Airbnb, o los especuladores que saben hacer subir o bajar los precios de las drogas farmacéuticas como si tocasen la flauta. La ciudad, que lleva el nombre del místico mendigo itinerante, San Francisco, ha permitido recientemente el uso de robots diseñados para repeler y alejar, paradójicamente, a los mendigos que amenazan con acampar en las calles, lo que trae la poco agradable consecuencia de deprimir el valor inmobiliario de las propiedades. A nivel internacional, también ha demostrado ineficaz y anacrónico el modelo tradicional de dictadura, inclusive en los términos de combate bélico. Los resultados hablan por sí mismos.

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